
Cristina López Schlichting
Dame tu juventud
En el despacho de Cope hay una foto de un tipo guapo y descamisado, con gafas oscuras, pecho poderoso y pelo rubio, en una piragua. Cuado entran, preguntan invariablemente si es mi marido. Es Karol Wojtyla, remando de joven en su Polonia natal. Creo que la imagen explica la conmoción que se produjo cuando vimos a un Papa esquiar. Era un hombre moderno, expresivo y elocuente. Venía de combatir el nazismo y el comunismo, había trabajado como obrero y escrito poemas, interpretado y cantado. Era uno de nosotros. Y, a la vez, se arrodillaba delante de su Dios de una manera total. Los que lo veían rezar –independientemente de que tuviesen fe o no– percibían que él la tenía. Que se zambullía en el Misterio insondable del universo con una fuerza que lo atrapaba en otro lugar. Oraba como si no hubiese nada más que hacer en el mundo. Y luego se levantaba y decía: «No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo». Como si fuese tan fácil. En un mundo con un cristianismo avergonzado de sí mismo, se irguió como un faro y miles y miles de personas, hombres, mujeres y jóvenes, sobre todo jóvenes, nos pusimos de pie y empezamos a seguirlo, como los apóstoles al Nazareno. No escatimó ni un ápice de sus fuerzas y, como una tromba, subió y despegó de los aviones hasta recorrer el mundo de punta a punta. Lo recordamos con sombrero mexicano, plumas en la cabeza, mantos de colores, todo se le hacía poco para abrazarnos a todos. Fue envejeciendo, y el dolor y la enfermedad lo erosionaron sin piedad. Se le restó cuanto lo había hecho fuerte y hermoso: movilidad, expresividad; al final, hasta la voz. Fue como si Dios le reservase el despojamiento que permitió en su Hijo. Y lo fue entregando todo, hasta quedar desnudo, pura oración, mero testimonio de Otro. Yo hacía 40 años el 2 de abril en que murió, y fue el más hermoso cumpleaños de mi vida. A lo largo de la tarde me llegaban sus frases finales, como un sermón de las siete palabras. «Habéis venido...» (refiriéndose a los jóvenes que llenaron otra vez San Pedro)... «Confiemos todo a la Virgen»... «Dejadme ir a la casa del Padre»... No han pasado diez años y he comprendido que mi corazón ha envejecido de olvido. ¿Cómo es posible? ¿Por qué vivo sin la memoria de lo que mis ojos han visto y mis manos han tocado? El gallo ha cantado y he mentido como Pedro. Hoy me arrodillo y pido la juventud, tu juventud, Lolek. Déjame empezar de nuevo.
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