María José Navarro

De amistad

La Razón
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A ver una cosa. A mí no me parece mal que Carmena quiera poner a nuestros niños a recoger colillas en la calle, que ya está bien de pagarles el colegio y la comida. Y deberían ponerse a trabajar, no sé, a coser balones, por ejemplo. Que los tenemos muy mal acostumbrados, leche ya. Y me parece también muy bien que vayan a llevar tarjetas rojas encima para sacar a troche y moche en cuanto pillen a los padres tirando cosas al suelo como vaca sin cencerro. Va estar muy simpática la escenografía de las amonestaciones, la verdad. Y sobre todo, muy enternecedora. Eso sí, a mí lo que me parece fatal y estoy radicalmente en contra es en lo de fomentar el turismo de amistad. Esas ideas modernas las carga el diablo, lo advierto. Yo una vez hice «turismo de convivencia». Al principio no tenía ni idea de qué era aquello, pero la experiencia consistía en pasar un par de noches en la isla más pobre del archipiélago de Cabo Verde. Allí, una pareja española había construido una casa rural en un pueblín que a las seis de la tarde indefectiblemente se quedaba sin luz eléctrica. Así que, a partir de ese instante, era imposible salir y no tenías más remedio que compartir toda la tarde noche con los otros huéspedes. Teníamos que cenar todos juntos y charlar, porque no había nada más qué hacer. Si tenías suerte y te tocaba gente maja, vale, pero como te tocaran unos cuantos esaboríos acababas hasta la mismísima crisma. Lo curioso es que la convivencia también la tenías que tener con una araña enorme que paseaba por el techo de la habitación, que en cuanto apagabas la vela la tía se movía de sitio que daba gusto, y que formaba parte de la fauna oficial de la casa. Cuidao ahí, que empezamos con el brigde y acabamos con buses turísticos de singles.