Carlos Domínguez Luis
¿Debe mantenerse la Audiencia Nacional?
De vez en cuando, se suscita en España el debate sobre la continuidad, o no, de la Audiencia Nacional. Como en todo, hay posiciones a favor y en contra de su mantenimiento. El contexto actual del terrorismo etarra ha llevado a numerosas voces a pronunciarse abiertamente en pro de la supresión de este órgano judicial, visto en ocasiones como sucesor del antiguo Tribunal de Orden Público. De hecho, que la Audiencia Nacional naciese el mismo día de la desaparición de ese Tribunal propició, durante no poco tiempo, la percepción de la institución con una cierta aureola de excepcionalidad.
Hablar de la Audiencia Nacional evoca, de inmediato, grandes operaciones antiterroristas y contra el narcotráfico, órdenes de detención, ingresos en prisión, en suma, actuaciones en el marco de las competencias que aquel órgano tiene asignadas en el llamado orden jurisdiccional penal. Sin embargo, no son tan conocidas las atribuciones –por cierto, más que relevantes– que la Audiencia detenta en los órdenes jurisdiccionales contencioso-administrativo y social (cuenta con una Sala para cada uno de ellos). De ahí que cualquier debate sobre la necesidad de conservar, o no, la institución haya de tener en cuenta estas otras competencias de la Audiencia, ejercidas, a mi modo de ver, con una altura técnica digna de elogio.
En todo caso, y como, desde luego, son las competencias penales de la Audiencia Nacional las más conocidas por el ciudadano, me centraré en éstas para explicar mi parecer en relación con el interrogante que encabeza estas líneas y que –ya se adelanta– es favorable al mantenimiento del órgano.
No puede cuestionarse la brillante hoja de servicios que la Audiencia presenta en materia de lucha antiterrorista –con sacrificios personales incluidos–. Sin embargo, es curioso que el terrorismo como tal no es citado en la Exposición de Motivos de su norma de creación –el Real Decreto-Ley 1/1977, de 4 de enero–, que llama al nuevo órgano a conocer de los delitos de ámbito supraprovincial.
Tampoco cabe discutir el capital humano que alberga en su seno, con una elevada especialización en el ámbito penal, singularmente –y al margen del terrorismo– en materia de delincuencia organizada y económica.
En mi opinión, la clave a la hora de abordar una visión retrospectiva de la Audiencia Nacional no está tanto en su existencia –su contribución a la solidez del Estado de Derecho es patente–, sino en los excesos, en vías de extinción hoy por hoy. La expresión «juez estrella» nació de sus muros y la retransmisión casi en directo –sólo por citar algunos ejemplos– de actuaciones judiciales ha aportado poco a la seriedad y dignidad de las relevantes funciones encomendadas a la Audiencia. Sin embargo, ello no puede empañar el balance positivo que cabe extraer de su funcionamiento a lo largo de estas casi cuatro décadas.
Lo que sí puede resultar aconsejable es una redefinición del marco competencial de la Audiencia Nacional, en el sentido de dotar a ésta de mayor número de atribuciones en el ámbito penal, atendido, como se apuntó antes, el contexto actual de la lucha antiterrorista. Y ello, no como remedio para justificar su incuestionable existencia, sino como medida tendente al adecuado aprovechamiento de sus medios materiales y humanos en un mundo cada vez más globalizado, en el que proliferan nuevos modos de delincuencia, de alcance e intensidad desconocidos hasta el momento, cuyos efectos pueden llegar a tener dimensión trasnacional.
De acuerdo con este enfoque, bien podrían asignarse a la Audiencia Nacional la investigación y el conocimiento de los delitos de traición y de piratería. O los delitos contra el medio ambiente, generadores de catástrofes naturales, o los relativos a la energía nuclear. Sin olvidar los delitos de corrupción y demás cometidos por funcionarios o autoridades, en el ejercicio de sus cargos, con graves perjuicios para el erario público.
Una última sugerencia cabría poner encima de la mesa. En los últimos años, no ha sido infrecuente el incumplimiento flagrante de sentencias firmes del Tribunal Supremo por parte de administraciones públicas, en particular, por alguna comunidad autónoma. Tal proceder se ha dejado sentir, sobre todo, en materia lingüística y de Educación.
Pues bien, no estaría de más valorar la atribución, a la Audiencia Nacional de los delitos de desobediencia a que tales incumplimientos pueden dar lugar, pues resulta fundamental para el correcto funcionamiento de nuestro modelo de convivencia garantizar el debido acatamiento de las decisiones del Tribunal Supremo –y de cualquier otro órgano judicial–. No son tolerables las posturas –muchas de ellas emitidas con jactancia– orientadas a la inobservancia deliberada de esas decisiones, pues tales conductas inciden de forma notoriamente negativa en la solidez de nuestro Estado de Derecho y ponen en entredicho la credibilidad de las instituciones, una credibilidad que, conviene recordarlo, ha de ser percibida puertas adentro, pero también puertas afuera.
Por ello, es urgente percibir estos incumplimientos displicentes como lo que son, esto es, como ataques directos a la cohesión del Estado, a las instituciones con las que éste se ha dotado y a las reglas del juego, al marco de convivencia de los ciudadanos. Sería erróneo considerarlos como una cuestión de afección puramente territorial. Y en caso de ser punibles, la labor que podría desarrollar la Audiencia Nacional en garantía del interés general sería ingente.
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