Joaquín Marco
Destructores de paisajes
En el arte que calificamos de realista cabe también mucha imaginación. Cuando Josep Pla describe, por ejemplo, mencionándolo, un determinado lugar de la Costa Brava lo hace a través de su imaginación. El autor altera el medio y en lugar de la viña existente aparece un florecido campo de almendros. El paisaje descrito cambia, entre otras causas, por la infiel memoria y en el ámbito del arte no se busca, salvo excepciones, la fidelidad reproductora que nos ofrece la fotografía. Sin embargo, el acto de la alteración es involuntario. Pero la especie humana ha modificado –y sigue haciéndolo– el paisaje natural. De aquellas paradisíacas riberas mediterráneas poco queda, alteradas por el pecado de una construcción invasora y destructora de perspectivas. El movimiento impresionista, a finales del siglo XIX, sacó a los pintores de sus estudios y los llevó frente al paisaje mismo. Cezanne pretendía reproducir incluso la luz del instante en el lienzo. La mayor parte de aquellos paisajes que admiramos o han desaparecido o han sido vulnerados por el hombre, quien ha situado una fábrica de cemento, con sus humos y residuos, junto a aquella imagen que el pintor advirtió por su belleza. Todo ello no es tan sólo característico del medio rural. También las ciudades ven alterada su fisonomía. Quienes peinamos canas y somos urbanitas lamentamos, muchas veces, las alteraciones de unos determinados lugares que frecuentamos y que hoy se nos han tornado desconocidos o ajenos. El urbanismo es material inflamable. No respeta los lugares emblemáticos, a menos que se consideren fundamentales, por razones arquitectónicas o turísticas. Los alcaldes, incluso en las ciudades de gran tamaño, pretenden mejorar el entorno por razones de índole diversa.
Posiblemente quienes habitan en poblaciones pequeñas o en ciudades, cuyos medios son escasos, no sean tan conscientes de la huella del tiempo sobre ellas y en ocasiones contra ellas. La crisis económica ha modificado también los paisajes urbanos. Tiendas de larga tradición, que eran referencia en determinado entorno, han desaparecido. Los centros de las ciudades están ocupados por las grandes marcas internacionales, en Praga o en Madrid y Barcelona. La población residencial se ve obligada a huir de un núcleo que se deshabita, formado por centros de negocios y bancos que presiden, en sus centrales, el perdido esplendor. En Barcelona, por ejemplo, se habló de que, desde el Ayuntamiento se establecería un catálogo de comercios tradicionales y que se haría lo posible para que no desaparecieran. Pero el buen propósito no parece que avance. Comenzó, ante la indiferencia general, por cerrar aquellas grandes salas de cine que fueron referencia de la infancia de muchos que todavía las añoramos. El precio de los alquileres y la escasez de un público con posibles han obligado al cierre de multitud de comercios que dejan en las calles un símbolo claro de que estamos viviendo una situación anormal. El atractivo de la ciudad: sus infraestructuras, la acumulación de industrias del mismo signo o de otras que ofrecían determinadas sinergias, el activo de sus grandes centros hospitalarios. Todo ello fue fundamental como polo de atracción. Se crearon ciudades satélite con más o menos éxito. Pero las grandes familias tradicionales buscaron la alianza entre la ciudad y el jardín y huyeron de los grandes y lujosos pisos del centro. Ello significa estar en la ciudad, aunque alejado de su bullicio y de algunos de los problemas que se derivan de ello. Sin embargo, el crecimiento de algunas ciudades latinoamericanas o asiáticas es exponencial y no lleva trazas de alterarse. La población agraria tiende a abandonar las tierras de cultivo por unas mejores condiciones de vida que imagina que la ciudad va a poder ofrecerle.
Pero, entre nosotros, la más potente de las industrias sigue siendo el turismo. Y éste tiene que ver no sólo con el sol y las playas sino también con aspectos urbanos. Por desgracia carecemos de un tejido industrial sólido. Nuestro saldo en estos momentos está en número de parados y parece que se nos empuje, como última solución, al autoempleo. Los ciudadanos siguen observando la realidad sin esperanza. Y por ello actualmente algunos cambios en las ciudades se estiman innecesarios, como hace poco sucedió en el complejo problema de Burgos. Existe, además, un espíritu conservador en el ánimo ciudadano respecto a la ciudad. El proyecto de reforma de la Diagonal en Barcelona le costó las elecciones al anterior alcalde. Trías, en cambio, ha optado por la vía directa y tiene el centro en estado de excepción. La actuación en los barrios, sin embargo, es más discreta, por no decir inexistente. Ser una ciudad turística tiene sus peajes: cambiar para que nada cambie. Salvo a los artistas hiperrealistas la ciudad de hoy apenas si es fuente de inspiración. Sería la hora de los arquitectos (que se encuentran sin trabajo) y de los urbanistas con imaginación. Nuestras ciudades, pese a todo, seguirán creciendo, aunque en estos momentos, los más duros de la crisis económica, hay quienes regresan al campo y prefieren una vida más plácida. Pero los grupos inmobiliarios extranjeros saben bien que el retorno del hombre a la ciudad es inevitable. Mientras tanto vamos perdiendo el carácter que tuvieron en su día las grandes ciudades y es hora de salvar los escasos emblemas que todavía perduran. No nos limitamos a destruir la Naturaleza, también nuestra propia obra sobre ella: la ciudad, contra la que se perpetran los mayores desaguisados.
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