Alfonso Ussía

Diccionario (1)

El recién nacido Diccionario de la Real Academia Española, edición del Tricentenario de la institución, no establece de manera clara la gran diferencia que existe entre el «hijo de puta» y el «hijoputa». Se admite la posibilidad de la confusión, y de ahí la obligación de los académicos de despejar las nubes de las interpretaciones y aclarar los conceptos. El hijoputa lo es por naturaleza propia, en tanto que el hijo de puta conlleva en su intención la injusta presencia colaboradora y protagonista de una madre. Hijo de puta es insulto y posiblemente maledicencia, en tanto que hijoputa es el desahogo que define a un ser despreciable y malvado. Bolinaga, «Josu Ternera», De Juana Chaos, Troitiño, y el homínido entrevistado por «El Mundo» con gloria de portada, Josu Zabarte, no son unos hijos de puta. Alguno de ellos, con toda probabilidad, tendrá o habrá tenido como madre a una mujer normal y hasta bondadosa que no merece ser la protagonista de la concreción verbal. Pero son todos ellos hijoputas, es decir, asesinos sin alma, criminales sin escrúpulos, depredadores sin síntomas de arrepentimiento y homínidos abyectos por propia naturaleza, degradación y voluntad exclusivamente individuales. No es justo mentar a la madre de un canalla, asesino de diecisiete inocentes –un niño entre ellos–, que manifiesta que no ha asesinado a nadie aunque sí ejecutado y que no se arrepiente de ello. Zabarte no es un hijo de puta, sino un hijoputa con balcones a la calle, una hijoputez semoviente, andante, alimentada y defecada en continua evolución hacia la más completa perversidad. No es un asesino arrepentido, ni un criminal sosegado por el paso de los años y la presión de la mala conciencia. Asesinaría –según él, ejecutaría–, de nuevo, y mañana mismo, si la banda terrorista se lo ordenara. No recuerda el nombre de sus víctimas, porque jamás le importaron ni sus vidas ni la tragedia de sus familiares. Y ha dormido bien, sin problemas, porque los insomnios le han acosado por otros motivos. Quizá el aumento del nivel del colesterol, quizá un inoportuno dolor de muelas, quizá una cuota impagada en su sociedad gastronómica.

No es insulto malsonante, como la Real Academia Española concluye, la voz «hijoputa». Lo es sólo en el caso de la preposición inoportuna y en muchas ocasiones, injusta. Soy lector del Diccionario de la RAE. Entre escrito y escrito, entre libro y libro, lo disfruto y me ayuda al relajamiento. He encontrado lacerantes ausencias que mañana comentaré, pero aún así la obra es grandiosa y universal, refugio de un idioma prodigioso que hablan en el mundo quinientos millones de personas. Me han extrañado voces y acepciones nuevas que no están todavía en la calle y olvidos de expresiones que forman parte del lenguaje popular. Lo de «amigovio» es, sencillamente, una hueca y extravagante majadería. No es usual la expresión, y por ello, la voz puede esperar a futuras ediciones en el caso de que prospere en el hábito del lenguaje. Pero hay que volver al hijoputa.

Las palabras bien dichas y pronunciadas no son malsonantes si se emplean en su momento justo. Desahogan. Un «¡coño!» adecuadamente empleado es benéfico, calmante y culto. Ese mismo «¡coño!» puede resultar grosero y malsonante cuando no viene a cuento. –Hola hombre, coño–, no es saludo aceptable. Otra cosa es si cae una figura de bronce sobre un pie y se grita «¡coño!», el dolor mengua de manera milagrosa. Pero la RAE se equivoca equiparando al «hijo de puta» con el simple, llano y asqueroso «hijoputa».

El hijoputa es él, sólo por él, y siempre él. Por ejemplo, Josu Zabarte.