Alfonso Ussía

Diciendo, buen caballero

Un día de estos –tampoco hay que morirse de la curiosidad–, cumple ochenta años Íñigo Moreno de Arteaga, marqués de Laserna. Sus años no son los mismos que los de otros, y mantiene el talento intacto para escribir y las piernas y el corazón fuertes para seguir cazando cabras asiáticas a cuatro mil metros de altura. Su bibliografía venatoria es formidable, y salta del ensayo al relato de humor, pasando por la recopilación de poemas y rimas cinegéticas. Cuando no está en las cumbres sin oxígeno en pos de argalis casi inalcanzables, escribe, lee, se rodea de su mujer, Teresa de Borbón, hijos y nietos, y se dedica a la cría de caballos hispanoárabes en sus predios colmenareños, que no son fáciles de encontrar gracias al plano de acceso que le dibujó el gran «Barca», Javier Barcáiztegui, conde de Llobregat y autor de la estética del marqués de Sotoancho. Javier también ha ilustrado muchos de los libros de Íñigo Laserna cuando éste era el marqués de Laula, título que llevó durante cincuenta años y que se convirtió en una referencia del mundo cinegético y literario, pero ya se sabe, y como escribió Campoamor, «en la nobleza de las Españas/ siempre suceden cosas extrañas».

Íñigo no es un hombre chapado a la antigua. Es antiguo, sencillamente. Antigüedad de raíces familiares y un cierto desdén, siempre educado y cordial, hacia las moditas efímeras y el mal gusto imperante en la sociedad de hoy. Muy buen gastrónomo y también escritor y crítico del mundo de los fogones y los manteles, mejorando la prosa de su padre, el conde de los Andes, que durante años publicó sus críticas en «ABC» con el seudónimo de «Savarin». Íñigo representa por lo tanto, ochenta años de campo abierto, respeto por la tradición, ética indestructible y horas y horas al amparo de su formidable biblioteca, lo cual no deja de ser una representación culminante en una vida. No pierde el tiempo con la grosería, las malas formas y los tontos, y aprovecha su falsa sordera para salir airoso de las situaciones más complicadas.

Del mismo modo que reunió, con infinita paciencia, los poemas de campo y caza, Íñigo ha reunido a lo largo –ya larguísimo–, de su vida a centenares de amigos, a los que jamás ha fallado. El mundo de la caza está repleto de lenguas maledicentes que nunca han inyectado sus venenos en la figura de Íñigo, y por algo será. En una vida prolongada se suceden las alegrías y las tristezas. Las alegrías de Íñigo han sido muchas y compartidas, y las tristezas, también hondas y abrazadas por los suyos y sus amigos.

Íñigo es Caballero de Santiago, y se hizo el Camino desde «Saint Jean de Pied de Port» a la plaza del Obradoiro. Escribió durante el Camino un libro culto y delicioso. Sus hijos varones Rodrigo, Alfonso y el bien llorado Fernando, le acompañaron en la senda hacia el Campo de las Estrellas. En el libro, se ve a los cuatro en una fotografía con la Catedral de Santiago al fondo, y sus hijos parecen mucho mayores que él. Eso, la costumbre de las cimas, los páramos y los altiplanos con el Himalaya presente.

Y sobre todo, Íñigo Moreno de Arteaga es el prototipo de la lealtad sin fisuras. Lealtad a España y al Rey. Le viene de generaciones pasadas y de convicciones asumidas sin esfuerzo. Al fin y al cabo, a este jovencillo octogenario, le sientan como anillo al dedo los versos de Jorge Manrique a su padre don Rodrigo, conde de Paredes: «¡Qué amigo de sus amigos,/ qué señor para criados y parientes!/ ¡Qué enemigo de enemigos,/ qué maestro de esforzados y valientes!». Y el día que todo acabe, también Manrique: «Después de puesta la vida/ tantas veces por su ley al tablero/ después de tan bien servida/ la Corona de su Rey/ verdadero»... podrá invitarle la que siempre nos alcanza diciendo «Buen Caballero»...