Restringido

Diez mil aforados

Se afirma que en España hay diez mil aforados. Parece que la cifra se menciona con evocación mágica, como cuando se recuerda la hazaña de los diez mil griegos que fueron conducidos por Jenofonte, o de los diez mil filisteos que fueron vencidos por el Rey David, mérito que tanto molestaba a sus envidiosos adversarios.

En España no hay diez mil privilegiados. La mayoría de ellos pueden ser juzgados por el Tribunal ordinario del lugar, salvo exclusivamente en relación con delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones. Si un juez prevarica, su enjuiciamiento corresponde al Tribunal Superior de la Comunidad en que ejerce funciones. Si hurta en un supermercado, es juzgado como cualquier otra persona.

Tener fuero no significa ni inviolabilidad ni impunidad. Un fuero especial significa tan sólo que un determinado Tribunal, dentro de la jurisdicción ordinaria, es el llamado por la ley para enjuiciar a determinadas personas, o generalmente sólo para determinados delitos. Un fuero no representa el deseo de alcanzar la injusta protección de un ciudadano poderoso, sino una opción del legislador por asegurar no sólo la independencia del juez, sino que además dicha condición resulte evidente. No sólo se propugna la independencia, sino obtener la convicción general de que dicha independencia se encuentra asegurada, porque el acusado es incapaz de ejercer ningún ascendiente sobre el Tribunal.

El Tribunal Constitucional ha avalado en varias ocasiones la legitimidad de los fueros especiales. Como sostiene dicho Tribunal de Garantías (STC 22-97), el fuero de las más altas autoridades de España tiene por finalidad proteger la independencia orgánica y el ejercicio de funciones relevantes. La existencia de estos fueros en España es correlativa, asimismo, a la facultad de ejercer la acusación popular, que nuestra Carta Magna reconoce a los ciudadanos con carácter amplísimo, privilegio inédito en otros países, en los cuales por tanto la existencia del fuero tiene menos sentido. Cuando se afirma que en Francia casi no hay aforados, se olvida que en dicho país sólo el fiscal puede querellarse contra alguien, mientras que en España cualquier ciudadano puede ejercer la acción punitiva contra cualquier autoridad pública, por el delito que sea y cuando lo crea oportuno, y ello con fiscal, sin fiscal o contra el Fiscal, aun cuando es una prerrogativa de soberanía el actuar la pretensión punitiva de un Estado. Esta situación da lugar a la perplejidad de ciertos observadores, que no entienden cómo el juez español puede mantener abierto un proceso penal, en contra del criterio del Fiscal.

La ausencia del más ligero tamiz respecto de la posibilidad de ejercicio infundado de la acción penal, ha provocado la adopción de los aforamientos que observamos en España. No es bastante afirmar que el juez que recibe la querella es independiente. El mero ejercicio de la acción penal por cualquier ciudadano, con el derecho al recurso en caso de inadmisión de la querella, genera una zozobra indudable en el querellado, y desencadena un eco mediático que dura hasta que el Tribunal superior confirme el archivo de la querella. Si esta situación es incómoda respecto de cualquier ciudadano, es intolerable si el querellado ejerce una función pública relevante, por el perjuicio que dicha función puede sufrir.

Antes de denostar el sistema español de aforamiento, se debería observar que el mismo ha superado los controles de los organismos internacionales que tienen por misión supervisar el respeto de los derechos fundamentales. Así, el Protocolo VII a la Convención de Salvaguarda de los Derechos del Hombre y de las Libertades Fundamentales considera plenamente conforme con la legalidad internacional que una persona sea juzgada por el Tribunal Supremo de su país, incluso sin recurso alguno contra la sentencia que se dicte, si dicho fuero puede explicarse por razón del rango de la persona juzgada.

Por ello, la medida indicada de aforamiento, al menos respecto de los parlamentarios, miembros del Gobierno y magistrados, resulta apropiada y plenamente conteste con la voluntad manifestada por el Constituyente, que decidió reconocer tal condición a determinadas personas, asumiendo por tanto su legitimidad y adecuación al interés general. La misma Constitución que consagró el ejercicio de la acción popular estableció mecanismos de compensación, respecto de los que no se vislumbra la razón por la que deberían suprimirse. Sospechar que un Tribunal superior es más injusto, más dócil a las influencias políticas o más corporativo, es una afirmación que conspira contra la legitimidad misma del sistema judicial, que se basa en la técnica del recurso a los Tribunales superiores, y que confía en el Tribunal Supremo como máximo orientador de nuestra jurisprudencia, es decir, de nuestra justicia.