Julián Cabrera
Disneyglesias
La irrupción de Podemos en la política española se ha sustentado tanto en el cabreo general ante los duros ajustes acometidos por este Gobierno y el anterior en su etapa final –el movimiento 15-M ya confirmaba que había magma, sólo faltaba el avispado que supiera encauzarlo– como en un elenco de promesas tan irresistibles al oído como irrealizables.
Sobre esto último, lo ocurrido en Venezuela y ahora en Grecia han supuesto, se pongan como se pongan, todo un jarro de agua fría para la estrategia del partido liderado por Pablo Iglesias.
Los ciudadanos griegos, que ahora sufren las consecuencias de todo un corralito en la mismísima Unión Europea, ya perciben que Syriza y sus promesas de una Disneylandia helena encajan difícilmente con la Europa del euro. Pero son sobre todo muchos ciudadanos europeos, por poco que tengan que perder, quienes comprueban a dónde lleva dar la confianza a determinadas opciones, y España no es un excepción.
Los desmanes del Gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela son tan evidentes como el bien pagado apoyo recibido en su momento de las «materias grises» del actual Podemos, como evidente fue la escenificación en la campaña electoral griega del apoyo a la formación de Tsipras, por mucho que Iglesias se empeñe en vendernos a estas alturas de partido que lo que se pretende es asustar a los españoles castigando a los griegos o por mucho que se califique de chantaje lo que es un obligado ultimátum.
Lo realmente cierto es que un «Grexit», la salida helena de la eurozona, dejaría a Podemos tan alejado de sus ríos de leche y miel como de la estratégica partitura socialdemócrata que ahora toca hacer sonar. Iglesias lo sabe.
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