San Petersburgo
Don Julián pero no traidor
La fabla cantarina de los maños trae a la memoria a Julián Enciso, uno de esos catedráticos de instituto que daba lustre a la educación pública en los ochenta, hasta que un malhadado ministro decidió sacrificarlos en el ara del asqueroso igualitarismo. Era profesor de francés pero había logrado sonsacar al centro donde ejercía aulas y tiempo para enseñar gratis ruso. Un genio. Bocazas y fabulador, contaba que había sido apadrinado por la masonería en París y por el PCUS en Moscú, aunque se le perdonaba cualquier licencia que pudiera tomarse por su calidad insuperable de relator oral. Lo precedía una merecida fama de ogro, que cultivaba recibiendo a los alumnos nuevos con el siguiente discurso: «Me encanta catear a los niños imbéciles para que luego vengan a la revisión los papás imbéciles». Hoy, la ridícula pedagogía imperante lo convertiría en un apestado pero la realidad era que el estudiante salía de sus cursos con un razonable dominio de la lengua de Molière y conceptos básicos como el de autoridad claritos como agua de manantial: «Qué sabrá el burro cuándo es día de fiesta», despachaba cualquier propuesta del alumnado sobre fechas de exámenes u otras cuestiones de orden interno. No cambiaba aprobados por cervezas, como denunciaban los maledicentes, sino que suspendía adrede a quienes estaban en la frontera del cinco para terminar echándoles el cable «en el bar, como los adultos, no en el despacho con mamá». Le debo el haber conocido a Chejov, Tolstoi y Dostoievski, entre otros, y también gracias a él me manejo en el metro de San Petersburgo. Pero no lo veo hace una pila de años ni sé si sigue vivo. Maldito desapego.
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