Lucas Haurie

Dos muertos de retraso

Un sujeto con un prontuario penal rico y variopinto (riñas tumultuarias, violencia de género, narcotrapicheo...) murió el domingo en una reyerta entre dos bandas organizadas de delincuentes. Indiferencia absoluta. El suceso, trágico aunque banal, adquirió dimensión de noticia de portada por su relación con el fútbol, el principal fenómeno de masas del mundo contemporáneo. Y a la irresponsabilidad de sus mandarines compete exclusivamente la proliferación de los ultras, unos gangs con aspiraciones de parapoder mafioso que crecen en connivencia con la cobardía de los dirigentes. A decir de quienes lo conocen, y su proyección pública no lo desmiente, Enrique Cerezo es una persona afable e ilustrada, sin ninguna concomitancia con la hez criminal que bajo su amparo ha medrado en el seno del Atlético de Madrid hasta gobernar muchos aspectos de su cotidianeidad. Seamos claros: los neonazis del Frente han sembrado el pánico en el Vicente Calderón y estadios foráneos –a los que viajaban subvencionados– porque a la dirigencia del club le faltaron cojones para decretar su erradicación. Incluso llegaron a usarlos como ariete para disciplinar a los futbolistas cuando éstos no rendían a satisfacción. Recientes disoluciones de estos colectivos ha habido sin otra consecuencia que unas semanas de pataleo de sus líderes. No son la Camorra napolitana, carajo, sino unas cuantas docenas de descerebrados sin oficio ni beneficio. La mayoría de los presidentes de Primera o Segunda se ha tomado en serio el sarcástico aforismo del canciller Adenauer: «La mejor forma de apaciguar a la fiera es dejarse devorar por ella». Han hecho falta dos muertos y un millón de tardes de bochorno para que Cerezo y Gil Marín hayan osado decapitar a la hidra. Más vale tarde que nunca y que cunda el ejemplo.