José Luis Alvite
El aliento y la conciencia
No entiendo la razón por la que está mal visto hablar de sexo sin convertirlo en una asignatura o en una patología. Hay sexo detrás del éxito de muchas personas y lo hay también en la explicación de sus fracasos. El del sexo es tal vez el único placer que no mejora al contarlo. Hay un sexo familiar y medicinal que explica muy bien Bernabé Tierno, y un sexo tórrido y pecuario para el que casi nadie tiene el vocabulario necesario para contarlo. Mi amiga D. me reconoció una noche haber hecho con la boca cosas que ni sabría pronunciar y dijo también que jamás iba al dentista al día siguiente de una aventura por miedo a eructar. Le resultaba incómodo que su dentista averiguase su sexualidad por el aliento. Con razón decía mi amiga que su ruptura con C. le había dejado hermosos recuerdos y un mal sabor de boca. El pudor que a ella le producía el dentista, se lo causa a los creyentes el confesor. Tradicionalmente, la religión ha presentado el sexo como una flaqueza, incluso como una bajeza moral. Yo jamás lo he considerado de ese modo y el sexo no figura entre los motivos de mis numerosos remordimientos. Lo que de verdad me preocupaba era que las manchas que no salpicaban mi alma fuesen a parar a la tapicería del coche. Los poetas siempre han visto el sexo de otro modo, con profilaxis y mucho jabón, con flores, madreselvas y alegorías, sin fluidos, y, claro, al final se les parte el corazón porque su chica se va con el tipo que no puede garantizarle un lugar en el Olimpo, pero tiene para ella un catre con culera en la cabina del camión. Yo he evitado siempre la tentación lírica del poeta en su relación con el sexo. Como le dijo a un amigo mío una fulana, «cuando te hayas largado, de tus mejores frases sólo recordaré con nostalgia el chupón del cuello».
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