Manuel Coma
El atolladero egipcio
Sé pesimista y acertarás, podría ser la deprimente norma de oro desde el comienzo de la ilusoria Primavera Árabe. Habrá quien piense que la rapidez en el desenlace de la última crisis egipcia puede tomarse como un buen augurio, pero sin contar con que la situación actual viene fraguándose a lo largo de los 367 días que Mursi ha ocupado el poder, es de nuevo incurrir en pensamiento mágico de dar por supuesto que la destitución del presidente y su inmediato reemplazo ponen punto final a los males egipcios, al menos en las altas esferas. Egipto recuerda a aquel del que Groucho Marx decía que partiendo de la nada había llegado a la más absoluta miseria.
La manifestaciones callejeras derribaron a un dictador, al que su Ejército decidió sacrificar para salvarse a sí mismo y su posición privilegiada. Gobernó durante 16 meses, en los que perdió el tesoro de la estima de que gozaba en el conjunto de la sociedad, momentáneamente ratificada por su hábil maniobra de deshacerse de su cabeza justo a tiempo. Los promotores de la revuelta, ahora llamados secularistas, llegaron a odiarlo hasta el punto de concederle, sublime ingenuidad, el beneficio de la duda a los islamistas, que desde muy pronto les habían secuestrado su revolución. Pensaron que eran un mal menor, pero aquellos, perseguidos durante décadas por los uniformados, buscaron una alianza con éstos para llevar a cabo desde el poder su propia revolución contra todo lo que pueda representar la modernidad con la que soñaban los iniciadores de la revuelta. La prioridad absoluta de Mursi y sus Hermanos Musulmanes ha sido hacerse con el férreo control de todos los resortes del poder. El tiempo no les ha dado más que para seguir arruinando el país y contemplar como la seguridad ciudadana se desplomaba abismalmente. Perdieron el beneficio de la duda, y ganaron el de la certeza de que iban a por todas en su programa totalitario.
El propio Ejército se asustó y decidió recuperar el amor de su pueblo. Los odiadores de hace un año, ahora sí, envueltos en olor de auténticas multitudes, de una amplitud nunca vista en la historia del moderno Egipto, depositan esta vez su confianza en las Fuerzas Armadas, en la operación de derribo de un presidente elegido de forma democrática, aunque por los pelos. La nueva oposición, sin duda abrumadora, se ha mantenido unos días unida en torno a una sólo consigna: «vete», algo que Mursi se negó a poner en práctica mencionando 57 veces el sustantivo «legitimidad», con frecuencia acompañado del adjetivo «democrática», en su discurso de rechazo del ultimátum, perentorio en el plazo pero redactado con la suavidad más bien de un penultimatum, lo que produjo abundante perplejidad, contundentemente zanjada por le rotunda negativa del presidente islamista. Ninguno de los lados de la lucha triangular –antiguo régimen, secularistas, islamistas– está verdaderamente unido con cualquiera de los otros dos, ni es coherente en su interior. Las expectativas revolucionarias son utópicas.
El espectro de las terribles ferocidades argelinas de los 90, cuando una victoria en las urnas de los islamistas fue anulada por el Ejército, pende sobre Egipto, aunque de momento sus portavoces han preferido compararse con Siria.
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