José Antonio Álvarez Gundín
El balón era una burbuja
En el fútbol español nunca se pone el sol y su fulgor encandila en todo el mundo a millones de aficionados. El planeta-balón no se divide en Norte y Sur o en derechas e izquierdas, sino en madridistas y barcelonistas. Críos de Tanzania, de Palestina, de Shanghai o de Manila aprenden antes las alineaciones del Real Madrid y del Barça que la tabla de multiplicar. España es para ellos un remoto edén donde cada semana sus héroes bajan al combate y les transportan lejos del desamparo con sueños de victorias inenarrables. El fútbol, que es el brillo de la Marca España, también nos ha redimido a nosotros mismos de la frustración secular de no pasar de cuartos, pero es de temer que se lo estén cargando por trasladar al césped las miserias de los despachos.
El panorama desde la grada causa estupor ante la alineación de escándalos: la Comisión Europea tiene abierto un expediente sancionador contra siete clubes por haber recibido ayudas públicas; la deuda de los equipos de Primera y Segunda División con Hacienda se eleva a 752 millones de euros, que es sólo una parte de los 3.600 millones que deben por distintos conceptos; hay 22 concursos de acreedores en marcha que amenazan la supervivencia de escuadras centenarias; por «amor a los colores», ayuntamientos y autonomías se entramparon con pasmosa frivolidad; entre los presidentes y directivos encausados judicialmente, que no son pocos, el que fue del Sevilla ha sido condenado por corrupción a siete años de cárcel, de la que no le librará el corporativismo obsceno que reclama su indulto con un manifiesto que hasta a Los Soprano les daría vergüenza firmar... El mundo del fútbol no ha sido inmune a las miasmas de la burbuja inmobiliaria y él mismo se ha hinchado como un balón a punto de estallar. La guinda al pastel acaba de ponerla el presidente del Barça, cuya dimisión por el «caso Neymar» transciende las querellas domésticas y devuelve al escaparate internacional las sospechas de que los clubes españoles no juegan limpio. Hasta ahora, los chanchullos y los desmanes se han ido tapando con la épica de la victoria, con el fanatismo «hooligan» o, en el caso del Barça, con la utilización política al servicio del nacionalismo separatista. Al entregar el club a la causa y vestirlo con la «senyera», que obliga a cerrar las ruedas de prensa con un castrense «Visca Catalunya», Rosell creyó garantizarse la impunidad. Pero ya ha pasado el tiempo de las coartadas, para el Barça y para todos los demás: o se produce una saneamiento profundo del alcantarillado o el fútbol español acabará como un estercolero controlado por peronistas de barra brava.
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