Alfonso Ussía
El estallido
Wenceslao Fernández Flórez fue un gran escritor gallego. Irónico, pausado, dueño de un humor suave como una pradería elevada. Por esa misma pradería se mueve la literatura de Anxel Fole, de Álvaro Cunqueiro o de José María Castroviejo. Sus «Acotaciones de un oyente», crónicas parlamentarias, asombraron, divirtieron y enfadaron a los lectores de ABC a lo largo de veinte años. Sus ideas políticas las mantuvo, como buen gallego, en la trastienda. Era liberal, y celebró el advenimiento de la Segunda República, pero se arrepintió pronto de su celebración. «Volvoreta», «El Bosque Animado», «El secreto de Barba Azul». Se atrevió también con la crónica deportiva, «De portería a portería», una delicia distante y escéptica firmada por quien aborrecía el fútbol y el deporte en general. Lo que más molestaba y hería a don Wenceslao era el desprecio de la crítica. No la sufría adversa. Sencillamente, no la tenía. El crítico Cansinos Assens accedió a compartir un café con el estupendo escritor. «Póngame mal, pero póngame». Pasados los años, la prosa de Wenceslao mantiene toda su armonía de luz y alivio, pero siempre, como en su Galicia del alma, aparecen nubes inesperadas que alimentan la duda.
La ironía de Wenceslao, su humor suave, se leía con gusto y se abandonaba con una sonrisa en los labios. Jamás maltrató o machacó a sus adversarios. Escribía con medida, y renunció a la satírica amarga y contundente. Wenceslao creía no tener enemigos violentos, y se equivocó. Los tenía. A partir de 1934, la Segunda República dejó de ser lo que pretendía, y se convirtió en un sistema despiadado que eliminaba bienes y vidas por capricho, venganza o simplemente, diversión. La Brigada del Amanecer, las checas, las detenciones en las madrugadas, los incendios de las iglesias y los colegios religiosos... Y a Wenceslao lo persiguieron hasta que consiguió refugiarse en la Embajada de los Países Bajos. La cercanía de la tortura y la muerte estalló en su ánimo y por primera vez escribió con ira. «Una isla en el mar Rojo», un texto descriptivo y decididamente hostil redactado contra la barbarie republicana, que lo fue aunque muchos se nieguen a reconocerlo.
Julio Merino, en el siempre equilibrado y magnífico «Retrovisor» de nuestro periódico, hace memoria de su muerte, en 1964, y nos recuerda su definición del terror rojo. No cae a destiempo en la actualidad española, con una izquierda estalinista que apoya a los terroristas, disfruta con la prisión de los presos políticos en Venezuela, y se financia con un sistema que ahorca a los homosexuales. Salvado de milagro de la muerte a manos de sus perseguidores, y ya escapado de la España comunista, Wenceslao pierde su norma y medida y escribe: «El olor a rojo es tan fuerte y típico que creo posible distinguir a un marxista y aún seguir su rastro con olfato poco ejercitado. El marxismo, religión de presidiarios, de fracasados, de envidiosos, de contrahechos, de vividores, de perezosos, de gente de cubil, tenía que oler así precisamente; a conciencia podrida, que huele peor que una ballena muerta, porque el marxismo materialista es una doctrina intestinal».
En los mensajes de algunos de los componentes de Podemos, se lee el deseo de fusilar a quienes no piensan como ellos, de callar las voces y plumas críticas que no quieren perder su libertad, primer y fundamental bien de la democracia, que festejan el holocausto, que se ríen de las mutilaciones de las víctimas de la ETA, y que anuncian un control absoluto de la opinión si algún día alcanzan el poder político en España.
Han transcurrido 77 años desde aquella redacción. Perdió actualidad y sentido durante mucho tiempo. Pero hoy merece la pena releerla.
Por si acaso.
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