Moscú
El fin del mundo
A mí ya no me inquieta ningún anuncio premonitorio del fin del mundo. A lo largo de mi vida he conocido unos cuantos augurios similares, y en su momento, cuando era un muchacho, sufrí la angustia correspondiente, aunque he de reconocer que lo que de verdad me atormentaba era recoger las notas en el instituto al final del curso, que era cuando para mí de verdad parecía que se acababa el mundo. Sufría por otra parte la angustia que me producía la amenaza permanente de un holocausto nuclear por culpa de la dichosa «guerra fría» y me parecía que cualquier leve cambio en la atmósfera suponía el indicio inequívoco de que se acercaba la gran conflagración, porque un aldeano me había dicho que el Apocalipsis se anunciaría con tiempo en los tomates. Luego resultaba que Washington y Moscú se relajaban y la única amenaza real era aquella zapatilla con la que mi madre perdía a veces los estribos y me recordaba la conveniencia de que olvidase las ojivas nucleares del Kremlin y mejorase en matemáticas. Yo me defendía alegando la inutilidad de aprender cosas nuevas en un mundo lleno de tensiones. «Aunque se acabe esta tarde el mundo, mañana tú irás a clase», amenazaba mi madre. Pero ni el mundo se acababa, ni moría Franco, que era mi otra expectativa para que se suspendiesen las clases y sobreviniese una revolución en la que me viese obligado a vivir en régimen de cooperativa con una familia que me asignase el Estado. Fueron momentos de miedo colectivo, días de adolescencia e incertidumbre, años de profecías apocalípticas y de tensión internacional en los que recuerdo haber abrigado la esperanza de aprovechar el caos del holocausto para robarle un beso a cualquier mujer que entendiese, como yo, que ni su moralidad ni mi decencia tendrían sentido mientras permaneciese Dios impasible frente al desplome de sus catedrales.
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