Julián Cabrera
El huevo de la serpiente
Hace veinte años, a propósito de los viajes que me llevaban a Bruselas para dar cobertura informativa a cumbres europeas, tuve oportunidad de conocer el distrito de Molenbeek, una de las agrupaciones de barrios más problemáticos de la capital belga, y he de reconocer que por aquel entonces ni por asomo habría intuido que esa área de población mayoritariamente musulmana y con un altísimo componente de desestructuración social podría acabar albergando el germen de uno de los múltiples brazos del terrorismo yihadista en Europa.
El Molenbeek de hace veinte años, como el de ahora, no muestra una imagen excesivamente distinta de la que vemos en otras áreas urbanas como Lavapiés en Madrid o el Raval en Barcelona, donde sí he tenido oportunidad esta semana de escuchar el lamento de algunos fieles a la religión musulmana, no sólo ante la teoría generalizada de que los terroristas tienen sus orígenes en las mezquitas –más allá, muchos de los terroristas que actúan en Europa es más que probable que se hayan prodigado bastante poco por esas mezquitas–, sino ante los oídos sordos y la falta de reconocimiento de algunas autoridades a la labor de no pocos imanes para concienciar a los jóvenes fieles de que la violencia nada tiene que ver con las recomendaciones del Corán y hasta para supervisar la actitudes diarias de esos jóvenes para impedir que caigan en el radicalismo.
Decía la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría en el foro de este periódico que las democracias occidentales no deben caer en la trampa de confundir lo que es una guerra contra el terrorismo yihadista con una «guerra de religión» y es cierto, pero hay alguna variante que no debe dejar de tenerse en cuenta; por ejemplo, el innegable hecho de que los terroristas, jóvenes captados por distintas vías y no siempre pertenecientes a familias desestructuradas o a un ambiente de miseria y falta de oportunidades, sino universitarios de familias pudientes, no dudan en inmolarse, en perder lo más precisado como es la vida, para llevarse por delante al mayor número posible de infieles o de «cruzados» y así acabar para toda la eternidad junto a su dios, sus vírgenes y sus ríos de leche y de miel.
Esos jóvenes no matan por un ideal político o social, no matan porque no encuentran trabajo y se les acaba el paro –en países como Bélgica la prestación por desempleo es indefinida, como muchas otras–, no lo hacen por un mundo presente mejor, sino por entrar por la puerta grande en el «otro mundo». Y si en la Siria controlada por el «IS» los campamentos de adiestramiento de suicidas y asesinos son el nido de la serpiente, no puede perderse de vista que además del nido está el huevo del reptil y éste en muchos casos se encuentra en los Molenbeek europeos y en el discurso de algunos imanes por minoritarios que sean, que no tiene que ver precisamente con ese intocable concepto que llamamos multiculturalismo. Albiol tiene motivos para dormir con la conciencia bien tranquila.
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