Joaquín Marco

El juego bonito

En el fútbol Brasil sigue siendo partidario del que se calificó como «juego bonito». El deporte rey ha sido un emblema del carácter brasileño hasta el punto de compartir su fervor con el de la samba y los carnavales. Son los tópicos que disfrazan las inquietudes de un gran país que está atravesando el duro, aunque feliz, camino que lleva del tercermundismo al desarrollo, de una sociedad que en algo más de un decenio ha sabido crear una nueva clase media de la que se dice que la conforman ya más de cuarenta millones de brasileños. Las protestas contra el incremento y el mal funcionamiento de los transportes públicos en algunas ciudades les ha llevado a descubrir que podría existir también un juego bonito en la política. Y, en consecuencia, se lanzó a la calle en manifestaciones que llegaron a sumar un millón de ciudadanos. Este país, con más de 200 millones de habitantes y 90 millones de internautas, es un país joven, porque un 40,9% de la población tiene menos de 24 años y son ellos quienes en mayor medida manejan los nuevos medios de comunicación. Como nueva y rica potencia acumuló también en pocos años una serie de acontecimientos deportivos que pasan por la actual Copa Confederaciones, el Mundial de Fútbol del año 2014, para el que debe desembolsar unos 10.500 millones de euros, y los JJ OO de 2016. El antiguo jugador del Barça, Romario, hoy diputado, se puso junto a los jóvenes que se movilizaron y llegó a declarar: «El verdadero presidente de Brasil hoy se llama FIFA; llega aquí y monta un Estado dentro del Estado/.../ La FIFA ganará 4.000 millones de reales (1.400 millones de euros) y tendrá que pagar impuestos por 1.000 millones de reales (340 millones de euros), pero no va a pagar nada./.../ Es decir que viene, monta el circo, no gasta nada y se lo lleva todo». Son declaraciones muy duras contra una de las organizaciones que simbolizan el espectáculo más apreciado en el Brasil de Pelé (quien pidió olvidar las protestas y luego rectificó) y de Neymar –el nuevo astro–, quien defendió también las movilizaciones. Todo comenzó por la subida de la tarifa de los autobuses, aunque pronto derivó hacia un movimiento que tiene ciertas concomitancias con el de los «indignados» del área mediterránea. Dilma Roussef, quien sustituyó a Luiz Inácio Lula da Silva, quedó desconcertada ante el éxito del Movimiento Pase Libre (MPL) de Sao Paulo, al que siguió una parte de su propio partido, el PT (Partido de los Trabajadores), que responde a unos principios de izquierda moderada, auténtico artífice del gran salto que se ha producido en Brasil. Pero las manifestaciones ponen en riesgo también la llegada, el próximo 26 de julio, del Papa Francisco a Río de Janeiro con motivo de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Será el primer viaje del Papa americano a Latinoamérica. De poco sirvió que las autoridades retrocedieran en cuanto a la subida de los transportes públicos, las peticiones de los «indignados» habían llegado ya mucho más lejos. Pero lo que aqueja a los brasileños es el incremento de la inflación y, en consecuencia, la pérdida del valor adquisitivo de esta exigente nueva clase media recién incorporada al consumo. Faltan buenas infraestructuras y la población se queja de la Educación y la Sanidad. Dilma Rouseff, a diferencia de otros dirigentes, ha pretendido escuchar y ponerse a la cabeza en lugar de denostar las protestas, aunque éstas prosiguen y los jóvenes no parecen muy dispuestos a renunciar a unas movilizaciones que los medios de comunicación, acumulados por el fútbol, las sitúan en primer plano. La presidenta prometió un referéndum que habría de modificar la Constitución –tema reiterativo– y decidió reunirse con los gobernadores de los estados y con los alcaldes de las principales ciudades. Los beneficios procedentes de las extracciones petrolíferas estarían dedicados a la Educación y la carencia de médicos sería compensada con la integración de médicos foráneos y se facilitaría el acceso a nuevas viviendas. Los planes contra la corrupción o la violencia constituyen parte del repertorio de acciones a seguir con plazos inmediatos. Pero la diversidad de un país de tan enormes dimensiones implica también una significativa mezcla de formas de vida. Ello puede observarse como fruto de la diversidad racial o de las formas populares de una música que deslumbró ya al Hollywood de los años cincuenta de pasado siglo.

Aquel Brasil folclórico, pese a que subsisten las formas culturales esenciales, se ha transformado en un gigante industrial. El país ha pasado a ser la sexta potencia del mundo y el espejo en el que se contemplan los países del sur del continente. Poco partidario hasta hoy de otras manifestaciones que no fueran reivindicaciones sectoriales, hay quien se pregunta si los hechos vandálicos, atribuidos a la extrema izquierda y a la derecha infiltrada, que se produjeron o las declaraciones de los manifestantes que se autocalifican de «apolíticos» o declaradamente antipartidos, no tendrán que ver con las elecciones próximas que tomarían a Dilma Rousseff como cabeza de turco, pese a sostener todavía un alto índice de popularidad. Lo cierto es que los movimientos producidos en más de cien ciudades tomaron a las autoridades por sorpresa y parte de los propios miembros del partido del Gobierno se integraron en las protestas. Pese a la corrupción, Brasil sigue siendo un fenómeno bien distinto de los países europeos en crisis. Su índice de paro fue del 6,2% en 2012. Los jóvenes brasileños tienen futuro, aunque hayan decrecido los índices y el dólar reste fuerza al real. Habrá que seguir con atención el por ahora imparable proceso brasileño. No todo puede ser fútbol, aunque se espere siempre lo mejor de la «canarinha».