José María Marco
El lugar de la política
En sus «Anales», el historiador romano Tácito escribió que cuanto más corrupto es el Estado, más legisla. La frase contiene una gran enseñanza: las leyes no suplen la ausencia de virtudes cívicas, al revés. Traducido a nuestro pedestre lenguaje de hoy en día: la Administración y las normas no pueden compensar la falta de valores. Tácito, por lo que se ve, ya había previsto una situación como la española, en la que la maraña legislativa no ha impedido las prácticas desordenadas o la corrupción. Las ha acentuado, como era de esperar.
La observación tiene otra aplicación en nuestro país y en general en los regímenes democráticos. La democracia no sólo multiplica las leyes. Lo hace porque politiza partes de la vida que no tendrían por qué estar politizadas. El hastío ante la política no viene sólo de la constatación de que demasiados políticos han tratado el bien público como si fuera un coto privado. También procede del lugar excesivamente grande que ocupa la política y quienes se dedican a ella.
Se habla mucho de la necesidad de que la política deje de ser una actividad profesional. Es difícil conseguirlo porque, aunque toca un campo que nos es común a todos, la política es también una esfera específica, con reglas propias que requieren un carácter y una mentalidad que no todos tenemos. Las propuestas de supeditar la carrera política a méritos específicos son impracticables. Los grandes políticos surgen en cualquier campo. Además, imaginar un mundo en el que la política estuviera reservada a quienes han hecho una brillante carrera previa es como querer volver a la época del liberalismo doctrinario y, casi, del sufragio restringido.
Hay soluciones, sin embargo, aunque ninguna pasa por las propuestas grandilocuentes y disparatadas que escuchamos ahora tan a menudo. Una de ellas es hacer posible que los funcionarios –profesionales, ahora sí– se ocupen de lo suyo, es decir de poner en marcha las decisiones de quienes ocupan legítimamente los cargos correspondientes. En vez de defender y cuidar el Estado, los políticos españoles se esfuerzan sin tregua por colocar a su servicio personal ajeno a la carrera administrativa. Así empiezan muchas de las cosas que hasta hoy no hemos querido ver... Hace poco tiempo, un amigo tuvo que ponerse en contacto con una persona que ocupa un cargo público que no es de primera fila. Le contestaron la secretaria y la jefa de gabinete. La anécdota carece de la grandeza de Tácito, pero no resulta menos aleccionadora. ¿Cuántos jefes de gabinete poblarán los despachos oficiales?
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