Alfonso Ussía

El mandarinato

En su casa del paseo de La Castellana, Manuel Halcón era el perfecto anfitrión. El único detalle de mala educación en el ámbito de don Manuel era su perro, un mil leches al que todo se le permitía. Aquel día, don Manuel se movía cabizbajo y herido. Creo recordar que, además de su hija Loli, nos sentamos a la mesa los barones de Grado, Soledad Ortega, Guillermo Luca de Tena y los Ussía. –He cometido la mayor indignidad de mi vida–. Nos quedamos todos pasmados y expectantes. – Me he dejado convencer por el taimado de Fernando Lázaro Carreter y he votado a favor del ingreso de Jesús Aguirre en la Real Academia Española. Me siento avergonzado–.

He leído el interesante libro de Gregorio Morán, «El Cura y los Mandarines». Morán es un estudioso. Reúne datos y vivencias. Quizá necesita más páginas de las necesarias para cumplir con sus objetivos. Pero no es nada desdeñable. Ácido y amargo, pero la amargura y el talento no están reñidos. Gregorio Morán se recrea en su ensayo en la figura de Jesús Aguirre, siempre rodeado de sus mandarines de «Prisa». Todos rodean al duque consorte de Alba, que ha pasado de firmar «Jesús» a hacerlo como «Alba», lo cual, incluso a sus esclavillos –Garcia Hortelano, Pradera, Lázaro Carreter–, les produce risa. Ya es académico de Bellas Artes, pero a Fernando Lázaro, el untuoso, el mantequillado, le interesa ofrecerle un sillón en la Casa de Felipe IV. Aguirre no tiene obra. Ha traducido, como mucho. Y se ha inventado una biografía que guarda celosamente un amigo. No es necesario tanto celo, por cuanto lo único que ha escrito de esa biografía es el título de los primeros capítulos.

Aguirre asombra a sus mandarines invitándolos a Liria, o a Dueñas, o a Monterrey. Es «Alba» y refuerza la realidad. Se convierte en el centro y luz de todos ellos, a pesar del recelo intelectual que inspira a la mayoría. Se le escapan algunos rasgos de Aguirre a Morán. Su insistencia obsesiva para ser admitido en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Utiliza todos los resortes e influencias. Cuando advierte de que las puertas de la gran institución sevillana no se le abren –clausura que no concibe su egolatría–, recurre al duque de Alburquerque, Jefe de la Casa de Don Juan de Borbón. Pero Don Juan tampoco traga. No obstante, para no disgustar a Alburquerque llama al Teniente de Hermano Mayor de la Maestranza, que es preciso, sincero y directo en la conversación, –Señor, si lo ordenáis, Aguirre ingresa mañana. Pero lo haría con todos los maestrantes en contra por motivos de escándalo público–. Don Juan no insistió. Aguirre no fue maestrante.

Morán insiste en muchos tramos de su libro en el rasgo principal del carácter de Aguirre. La indolencia. El ex jesuita es vago hasta las mollejas. Y a Morán, en su excepcional trabajo, también se le nubla el fundamental objetivo de Aguirre durante su ducal consortía. Borrar la memoria de su predecesor, Luis Martínez de Irujo y Artázcoz, autor y creador de todo el trabajo histórico, patrimonial y fundacional de la Casa de Alba, que Jesús Aguirre atribuye a su cultura y esfuerzo.

Aguirre no hizo nada de nada, exceptuando el descubrimiento clínico, padecido en su propia persona, de la «tradicional jaqueca de los Alba».

La inmensa, discreta, trabajadora y señorial figura de Luis Martínez de Irujo, fallecido en Houston en pleno esplendor a causa de una leucemia, se convirtió en una nube negra y cimarrona para Jesús Aguirre, que no pudo dispersar ni ayudado por su inteligente cinismo.

«Luis trabajó mucho, pero con desorden. Y el orden es algo que nos enseñan en la Compañía de Jesús».

Es decir, en su compañía, porque Jesús llegó a creer, en sus últimos tiempos de soledad y olvido –los mandarines fueron abandonándolo–, que Iñigo de Loyola denominó de tal guisa a la Orden en homenaje a su persona.

Un libro más que recomendable. El estudio de una época reciente y extravagante. Amargo estudio, pero imprescindible.