Estados Unidos
El miedo en la historia
En 1989 se publicó en España una obra de Jean Delumeau con el sugerente título de «El miedo de Occidente», quizá motivado por un artículo del maestro universitario de La Sorbonne, Lucien Febvre, en la Revista «Annales», titulado «Historia de un sentimiento: la necesidad de seguridad» (1956). Febvre asegura que no se trata de reconstruir la historia del miedo, que sería un gran simplismo, sino plantearse cuáles pueden ser los supuestos historiológicos que permitan comprender los rasgos de un valor afectivo en la mentalidad de los hombres y su manifestación en distintos momentos y situaciones históricas.
Es de advertir, en primer término, la existencia de una evidente mitificación del miedo, en cuanto genera en lo más profundo del ser humano una confusión mental indiferenciada entre miedo y cobardía. De ahí la contra acción literaria de la exaltación de la temeridad con el objetivo de conseguir alcanzar fama o, acaso, un triunfo intelectual. Además, la literatura utiliza la temeridad como propia de la nobleza y el miedo, como característica de villanos. Multitud de autores, sin embargo, coinciden en que el miedo al ser consustancial con el ser humano lo es, por la inseguridad, innata en su personalidad. Esto, en el sentido de la inseguridad como símbolo de la muerte, por lo cual la seguridad debe entenderse como expresión de vida, es decir, de arraigo con las estructuras peculiares propias del ser humano, como son la religiosa, la social, la política, la económica y la cultural, en conexión, naturalmente, con el momento histórico específico.
Lo importante es, ¿en qué medida y sentido puede llevarse a cabo una trasposición de lo singular a lo colectivo?; en otras palabras, la respuesta a la pregunta de si las civilizaciones pueden morir de miedo, como las personas. Atendiendo al plano clínico individual del miedo, la respuesta es negativa porque los comportamientos multitudinarios liberan su agresividad, o su responsabilidad, y en consecuencia exageran, complican y transforman lo que en la persona individual son desequilibrios biológicos, nerviosos o psicológicos. Porque, en las actitudes colectivas se produce miedo o angustia de una parte y violencia y agresividad de otra. Esto no es, por supuesto, una novedad. Sí lo es, en cambio, que pensadores, intelectuales o ideólogos de diversas corrientes, al reflexionar sobre la violencia la exalten como estimulante de la vida histórica: Friedrich W. Nietzsche (1844-1900); la proclamen como incitación de la vida histórica y restauradora de la juventud social: Georges Sorel (1847-1922); como antídoto de la decadencia: Oswald Spengler (1880-1936); o, en fin, la valoren como necesaria para hacer posible el nacimiento de un mundo nuevo: Karl Marx (1818-1883). Esto sí implica la conciencia de que se trata de un problema que necesita reflexión, sobre todo cuando comprobamos que es un problema que además de a la ética, afecta e implica a la sociología, la politología y la psicología. Cuando pensar en la violencia, la agresividad y los comportamientos de masa corresponde a precisas situaciones históricas que Zubiri describió como «el modo como el hombre está instalado en el tiempo en relación con su experiencia»; esto es, cabalmente, historia.
Todo cuanto se ha investigado y escrito es de radical importancia, pero lo decisivo es, históricamente hablando, preguntarse ¿quién tiene miedo de quién? Porque en muchas ocasiones se corre el peligro que, al atomizar la búsqueda, los árboles no dejan ver el bosque. Por ejemplo, cuando Franklin Roosevelt tomó posesión de la presidencia de Estados Unidos, el 4 de marzo de 1933, en plena Gran Depresión –un derrumbe económico devastador, pues el país más rico del mundo, de la noche a la mañana, se vio sumergido en la miseria, la desconfianza, la bancarrota, el paro, el desempleo captó a la cuarta parte de la población laboral y treinta y ocho Estados proclamaron el cierre bancario definitivo–, su discurso se centró en una exigencia: «A lo único que debemos temer es al miedo mismo». En esta exigencia se centró el programa del New Deal, cuyo objetivo era, precisamente, recuperar la confianza nacional en el presidente y el Gobierno que alcanzaron el poder por vía democrática, como defensa de los valores y recuperación de la confianza y seguridad. En definitiva, una identidad del poder con la opinión pública para recuperar lo perdido, que literalmente se ha considerado como un tránsito de la inocencia a la madurez.
Los años 1920 y 1950 han sido de crisis de identidad, de serios conflictos, guerras, contradicciones, inseguridades y desafíos, originados por el patrimonio de un estrato importantísimo de política internacional, en el que hay que destacar la importancia que en el campo del pensamiento y de la investigación han adquirido a través de instituciones universitarias como La Sorbonne, Oxford o Harvard, así como de la alta filosofía europea y la política estatal. España no debe quedar retrasada en este movimiento de la que fue precursora.
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