Restringido
El silencio de los corderos
Lo más indignante es su silencio. Su relajada, reveladora y repugnante pasividad ante las masacres que perpetran los facinerosos invocando a Alá. ¿Han visto ustedes fotos de multitudes marchando por las calles de Karachi, Hebrón, Gaza, Argel, El Cairo o Teherán en protesta por los crímenes de París? ¿No han echado en falta que los telediarios no nos estén sirviendo diariamente imágenes de legiones de musulmanes encolerizados contra los fanáticos islámicos que remataron en el suelo de la sala Bataclan a un hombre que trataba de cubrir con su cuerpo a su hijo adolescente?
¿No les choca no tener constancia de que se hayan producido concentraciones de repulsa contra los asesinos, al menos en uno de los países de ese arco que va desde Mauritania a Indonesia y cuya característica común es la fe en el Corán, el velo y rezar mirando a La Meca? Ha habido, todo lo más, alguna declaración aislada de condena, de esas en las que se dice que no todos son malos. Frases que no arreglan nada pero tranquilizan conciencias, pronunciadas casi en voz baja y con matices, para no ofender a los malvados. Uno casi comprende que no haya movilizaciones en España, donde los islámicos son ya más de un millón, pero el problema está atenuado y apenas se percibe. Lo mismo en la Unión Europea, donde los que rezan mirando a La Meca pasan de los 20 millones. Lo ultrajante es lo de Francia y no se puede entender el rutilante éxito de Marine Le Pen y que su Frente Nacional se convierta en la primera fuerza política del país, sin tener presente allí son más de seis millones los musulmanes y apenas se han agitado. Y no es que no sepan o no puedan hacerlo. Echen la vista atrás y recuerden lo que ocurrió cuando un diario danés tuvo la osadía de publicar viñetas que satirizaban a Mahoma. Es un sarcasmo que los mismos que lanzaron amenazas por doquier y se alzaron furibundos, inflamados por unos dibujitos, ni pestañeen ante el sacrificio brutal de 130 inocentes. Y los criminales no son seres anónimos sin filiación: habían nacido en Europa o vivían aquí desde pequeños, habían ido a escuelas pagadas con dinero del sufrido contribuyente, se beneficiaban de la Seguridad Social, se consideraban piadosos musulmanes, se radicalizaron en una mezquita y perpetraron su masivo crimen en aras del Islam. Una sociedad medianamente sana no puede tolerar en su seno ese tipo de monstruos. Debería aislarnos, convertirlos en proscritos, en lugar de ignorar, justificar, explicar y a menudo aplaudir su perversa conducta.
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