Alfredo Semprún

El turco Erdogan y lo de las barbas del vecino

No se le ha hecho mucho caso al primer ministro turco, Tayyip Erdogan, en sus quejas contra el golpe militar egipcio. Digamos que él es un especialista en esto de lidiar con los milicos y que se comió una temporada de cárcel por recitar aquello de «los minaretes serán nuestra bayonetas» durante el golpe de 1997, que provocó la destitución del islamista Necmetin Erbakan, el primero de su especie que había llegado al poder por las urnas en la Turquía moderna. Más que un golpe militar fue un «golpecito», puesto que bastó con un desfile de carros de combate y el consiguiente ultimátum para despojarle del poder. Erdogan había sido alcalde de Estambul y ya apuntaba maneras: intentó que en los edificios públicos se instalaran ascensores separados para hombres y mujeres, seguramente en el temor de que el personal se metiera mano desaforadamente. Tras la cárcel, fundó el Partido de la Justicia y el Desarrollo, ganó las elecciones de 2002 y lleva al frente del país desde entonces. Estaba llevando a cabo un modelo de reislamización de Turquía ejemplar –sin prisas, pero sin pausa– pero ha estado a punto de descarrilar con las últimas manifestaciones. Ahora mismo, su Policía se dedica a una discreta represión de los protagonistas de las revueltas, con decenas de detenciones bajo la acusación de «daños al mobiliario público». Por lo tanto, a Erdogan, el golpe en Egipto le pilla en mal momento. Aunque haya conseguido disciplinar al Ejército turco y a la Magistratura, que eran los garantes del laicismo, los sucesos en el Delta del Nilo demuestran que la diabólica combinación de una revuelta civil con un movimiento militar es letal para cualquier Gobierno, por muchos votos que le legitimen. Erdogan sospecha, además, de que Occidente ha jugado sucio en todo este asunto. Su análisis atribuye lo ocurrido en Egipto al deterioro imparable de la situación económica y a la falta consciente de apoyo por parte de la comunidad internacional. Y se indigna: «El mundo no ha dado ni un céntimo a Egipto, exceptuando a Catar y Turquía. La Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional entregaron cien mil millones de euros a Grecia, un país con diez millones de habitantes frente a los 85 millones de egipcios; ¿No es una doble vara de medir?». Pero sin quitarle su parte de razón, puesto que la economía egipcia, con el turismo por los suelos y con la reserva de divisas incapaz de aguantar más de tres meses de importaciones, ha sido un factor determinante en el descontento popular; Erdogan obvia algunos hechos. Por ejemplo, a esos grupos de militantes islámicos que daban palizas en los barrios y en los pueblos en nombre de las buenas costumbres. Olvida los insultos de «ateos» y «politeístas» dirigidos a cualquiera que protestara contra el Gobierno. A las incitaciones al odio religioso que ha llevado a la muerte por linchamiento a varias docenas de cristianos coptos y de musulmanes chiitas. Pero, sobre todo, olvida lo principal: que el régimen de Mubarak cayó tras una revolución civil, impulsada principalmente por las clases medias, los jóvenes más alfabetizados y los partidarios de un sistema de libertades públicas. Seguramente no constituían la mayoría matemática de la población, políticamente estaban divididos y sus programas divergían, pero se alzaron contra el tirano y pusieron los muertos. Han vuelto a hacer lo mismo.