Cristina López Schlichting

El viejo anticlericalismo

La Razón
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De la magnífica película «Gandhi» pocas escenas más conmovedoras que la del hindú que ha matado a un musulmán, se lo confiesa al Mahatma y recibe de él el simple encargo de educar en su casa a un huérfano islámico. El hombre se resiste a la sugerencia, su rostro se descompone literalmente, la mueca es espantosa. Nos oponemos con uñas y dientes a la libertad del otro. En cambio, los hombres grandes se distinguen, entre otras cosas, por la amistad con los muy distintos. ¡Cuánto aprendimos del abrazo entre Juan Pablo II y el Gran Rabino de Roma! ¡O de la visita a Alí Agca! En Calcuta me quedé estupefacta al conocer que las monjas de Madre Teresa leen en voz alta el Corán en las exequias de los musulmanes que no tienen parientes. Hay que tener grandeza humana. El respeto de la diferencia es un indicador eficaz de la madurez social. Un respeto que no se limita a «aguantar» la existencia de los demás, sino que reverencia su derecho a una identidad alternativa. El curso que se cierra ha menudeado en noticias de intolerancia religiosa en España. Una concejala por Madrid está orgullosa de haber sido procesada por irrumpir desnuda en una capilla católica. Se han hecho intentos de boicotear la asistencia de los representantes sociales al Corpus de Toledo o a las procesiones andaluzas. Los nuevos alcaldes de Santiago y A Coruña se negaron a acudir a la catedral de Lugo la histórica ceremonia de los antiguos reinos. Como si los presidentes autonómicos o los líderes municipales lo fuesen sólo de los no creyentes. O como si la presencia en un acto de muy honda raigambre histórica o mucho seguimiento público exigiese creer en lo que otros creen. Es fácil respaldar lo que uno comparte. Pero es superior defender el derecho del otro a practicar lo que uno no elige –siempre que sea adecuado a las leyes y al respeto de todos–. Un Papa con kipá es lo normal; un ateo que se despide de su amigo en una misa, también; un creyente que acude a una ceremonia civil, encomiable. Algún día, tal vez, en mi país, un comunista defenderá a un católico, y viceversa. Un creyente a un ateo y al revés. Será una España mejor. Mientras reverdezcan las viejas raíces del anticlericalismo o quede una persona que se crea superior a otra por su religión o sus ideas, permanecerá vivo el peligro del totalitarismo, esa tentación de pensar que eliminar al que piensa distinto puede ser una forma de avanzar.