Elecciones catalanas

Encrucijada

La Razón
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Cataluña ha ejercido, con todas las garantías, su derecho a decidir dentro de los cauces legales. Mientras empezaba el recuento, me ha venido a la cabeza los versos de Pere Quart: «He naufragado hace tiempo / y aún soy un iluso sentimental». Sin conocer el resultado final de estos comicios autonómicos, tan especiales, me parece que los contendientes de un bando y de otro sentirán algo parecido. Los del bloque constitucional se van a quedar, me temo, en la orilla, al borde del poder, y los del bloque independentista siguen sin dar señales de abandonar el naufragio. Los catalanes están en una encrucijada de sentimientos enfrentados. Entre la humillación y la exaltación, entre el sueño y la realidad. Mirándose al ombligo y observando con el rabillo del ojo qué piensan fuera. Así han ido a votar esta vez, de forma masiva, empujados por la fuerte confrontación política. Se han acercado a los colegios electorales con el voto en la mano y las botas puestas, como diciendo aquí estoy yo. Unos para romper y otros para unir. No va a ser fácil formar gobierno, con un Parlament tan fragmentado, e iniciar una nueva etapa política. Eso llevará tiempo. La excepcional participación ciudadana, aparte de una demostración de civismo, es una comprobación del radical enfrentamiento social. El éxito de un partido antinacionalista como Ciudadanos es la única señal de cambio, la única novedad esperanzadora, que pone en un aprieto a Rajoy y al Partido Popular. ¿Y ahora qué? Esa es la cuestión. Lo que ha pasado en Cataluña es una historia que se repite invariablemente cada tres o cuatro generaciones. Siempre con el mismo resultado: la frustración y vuelta a empezar. Y en esos momentos heroicos reaparece el alma gregaria de los catalanes. Según Eduardo Mendoza, es el pueblo más gregario de Occidente. «A donde va uno a vivir, allí quieren ir los demás; donde sea, era el lema, pero todos juntos». Sospecho que no sólo a la hora de buscar casa, sino también a la hora de manifestarse o de ir a votar. Hay en todo esto un punto provinciano de repliegue, de victimismo y de dignidad herida, un alarde de superioridad moral que, sin despreciar otras virtudes, dificulta la vuelta al buen camino. Puede que lleve razón Joan Maragall, y dentro de cada catalán haya un anarquista. ¡Un anarquista gregario!