Gaspar Rosety

Errores propios

Errores propios
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Los ingleses inventaron el fútbol y concibieron el deporte sin árbitro. Todo comenzó con una zancadilla, un agarrón, algo que llevara a pensar que allí hacía falta alguien que pusiera orden en el juego. Fue el propio fútbol, en su desarrollo práctico, el que necesitó la figura del árbitro para su propia supervivencia.

Un siglo y medio más tarde, además de crear otras normas, generalmente protectoras del juego de ataque, el árbitro resulta insustituible ante la incapacidad de dos equipos rivales de aceptarse en la realidad de la normativa. Sucede, como en el resto de sectores de la convivencia humana, que se precisa de un juez que determine la aplicación de la ley.

En el fútbol, el equipo arbitral es el único protagonista que no tiene a nadie a su favor; ni afición, ni medios de comunicación, ni contendientes. Representa la excusa perfecta, el argumento más accesible, para justificar acciones de terceros. Y, por supuesto, yerran en cada partido. Sin embargo, si contamos los errores del resto de actores, comprobaremos que los árbitros son los que menos se equivocan y tanto puede influir, o más, un fichaje mal hecho, un gol fallado bajo palos, una cantada de un portero, o una de esas autoexpulsiones tan de moda, como un banderazo que marca un dudoso fuera de juego o un penalti no pitado.

Ahora que el Papa Francisco, el nuevo gran árbitro de la Iglesia Católica, ha hecho confesión por el fútbol y por San Lorenzo, quizá debiéramos aprovechar para imbuirnos de la humildad precisa y aceptar como nuestros los errores que siempre imputamos a los demás.