Alfonso Ussía
España y el estado
España y el Estado no son la misma cosa. España es la nación, la Patria, y el Estado su administrador. El «España nos roba» del separatismo catalán –cantinela que ha desautorizado hasta el extravagante Rufián–, no sólo es una perversa mentira, sino un imposible. España no se puede robar a sí misma porque Cataluña es España. Y el Estado, su administrador, tampoco lo ha hecho. Al revés, se ha acuclillado y contribuido al saqueo independentista catalán amparado en el cobarde silencio de la sociedad. Otra cosa es que el Estado haya robado al resto de España para entregarle a Cataluña lo que no le corresponde.
Los catalanes no son Mas, Puchdamón, Pujol, Anna Gabriel, Romeva, Garganté, Colau, el «Barça», o la monja coñazo argentina, la reveladora de que el Dogma de la virginidad de María es un castillo de naipes por cuanto ella ha sabido que la Virgen y San José mantuvieron relaciones sexuales. Después de decirlo, ha sido recibida, en compañía de algunos directivos del «Barça», por Su Santidad el Papa, que en lugar de manifestarle su estupor y enfado por sus palabras le ha animado a que «siga armando líos». Eso, bromas entre argentinos.
Los catalanes son españoles. Algunos desean dejar de serlo y otros tantos o más, se sienten unidos a España, la Patria o nación, como los de cualquier provincia de nuestro mapa. También, fuera de Cataluña hay españoles que desean una Cataluña independiente, como Pablo Iglesias de Podemos, según sus propias palabras. Un lío.
He trabajado y trabajo rodeado de catalanes, y nunca me he sentido ajeno o despreciado. Más bien, todo lo contrario. Pero me siento harto de soportar los insultos a España, cuando España no ha hecho otra cosa que tenerlos como hijos desde la fundación del Estado. La chulería, la prepotencia, el desdén y la grosería que el nacionalismo catalán ha mostrado contra los catalanes que aman a su Patria y el resto de los españoles han terminado por destrozar mi paciencia. No es admisible tanta ingratitud con España cuando el Estado ha tratado a Cataluña, a espaldas del resto de las regiones españolas, con una generosidad desmedida. Y no me refiero sólo a la actualidad. «Madrit» –como ellos dicen–, que representa a la Administración, al Estado, ha derramado sus dádivas sobre Cataluña desde la Primera República, la Restauración, el Reinado de Alfonso XII, de Alfonso XIII, la Segunda República –que supo actuar con contundencia contra el separatismo–, el franquismo, y el Reinado de Don Juan Carlos I, que dotó a los catalanes de una autonomía que jamás tuvo en la Historia. Don Manuel Azaña se mostró partidario de bombardear Barcelona cada cincuenta años, y de entregar a Franco el poder antes que de hacerlo a los separatistas aldeanos. Pero España, esa Patria invencible –según Bismark–, que lleva más de cinco siglos venciendo a los españoles que desean derrotarla, no merece el estiércol que cae sobre ella y lo que representa expandido por los que, sin motivo alguno, la odian. Y al Estado, los únicos que tenemos derecho a aborrecer su comportamiento, somos los españoles ahogados por la presión fiscal y el dinero que nos han robado para entregárselo a quienes han hecho del robo, la corrupción y el desprecio a la Ley sus únicos argumentos para alcanzar la independencia. España es de todos, y déjenla tranquila. El Estado es más de unos que de otros, y entre los primeros están los separatistas catalanes.
«Patriotismo es cuando el amor por tu pueblo es lo primero; nacionalismo, cuando lo primero es el odio por los demás pueblos». Lo dijo Charles De Gaulle, el mismo que se opuso –y la oposición se mantiene cuarenta y siete años después de su muerte–, a que en Francia se establecieran como departamentos «Le Pays Basque» y «La Catalogne». No era tonto.
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