José Luis Alvite
Espías y cotillas
No entiendo el escándalo suscitado con motivo de conocerse en Estados Unidos la intromisión del Estado en la intimidad de los ciudadanos con el pretexto de salvaguardar la seguridad nacional. Es algo que ha ocurrido siempre, aunque el formidable desarrollo tecnológico haya sofisticado el espionaje y el cine haya convertido el asunto en un formidable negocio en el que lo que se discute no es la ética, sino la taquilla. No hace la informática nada que antes no hayan hecho los escotes de las señoras al transportar los secretos de alcoba del primer ministro desde su alcoba hasta la cancillería que mejor pagase su servicio. Ha habido siempre fisgones al servicio del poder, tipos que hurgan en las vidas ajenas para correr luego con sus cotilleos a la comisaría, ciudadanos que nos vigilan mientras pasean a sus perros con falsa indiferencia, policías infiltrados en las aulas universitarias para averiguar las informaciones que permitan prever o abortar la revuelta estudiantil. En realidad sólo han cambiado los métodos de la pesquisa en función del avance tecnológico, de modo que en la imposibilidad de pincharte el teléfono para averiguar tu vida, a tu enemigo le quedaba siempre la posibilidad de conseguir su objetivo pinchándote la novia. Eso sí, hemos ganado en eficacia, en minuciosidad y en audacia, lo que explica la facilidad con la que los delitos del Estado se convierten en periodismo y lo mucho que disfruta la gente cuando Hollywood los transforma en cine. Todos hacemos cosas pensando en que sean un secreto, aunque en el fondo tememos la oscura esperanza de que se sepan. Entonces nos procuramos cualquier descuido para dejar una pista, un cabo suelto, el leve indicio que nos convierta en sospechosos. A fin de cuentas, las grandes ideas suelen ser la consecuencia de haber perdido alguien la cabeza.
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