César Vidal
¿Estamos tontos-as?
La anegación de la vida social por la política conlleva, entre otras consecuencias pésimas, el deterioro del lenguaje. Ya una ministra de sobrecogedora memoria por lo que gastó de dinero público para lo que pudiera hacer de bueno, se descolgó un día hablando tan orgullosa de las «miembras». Luego vinieron las guías del lenguaje políticamente correcto –supuestamente, para evitar el sexismo–, donde se recomienda hablar de «personas becarias» en lugar de «becarios» o recurrir a otros circunloquios para ensuciar el correcto uso del lenguaje con las aguas fecales de la ideología de género. De momento, el último escalofrío lo he tenido al contemplar en televisión una serie que, situada a inicios del siglo XX, presenta a una mujer dirigiendo una fábrica. Sabido lo que era la España de esa época, hay que rendir tributo a la imaginación desbordada de los que han colocado al frente del lugar a una mujer porque es, sobre poco más o menos, como contar la manera en que una adolescente del siglo I a. de C. huye de su casa en la Campania y se dirige hacia Roma haciendo auto-stop. De la inverosimilitud de la circunstancia se puede juzgar cabalmente cuando la inverosímil fémina desea «Feliz Navidad a todos y a todas». Imagino que la afortunada dama también transmitiría esos buenos deseos navideños a sus tíos y tías, a sus primos y primas y, seguramente, a sus padres y madres. Da lo mismo que la Real Academia de la Lengua haya señalado que ese doble uso en masculino y femenino es gramaticalmente inaceptable y que incluso en Hispanoamérica sólo recurren a él personajes como Cristina Kirchner o jerarcas de la dictadura chavista. Aquí lo impuso el lendakari Ibarreche empeñado en referirse a «vascos y vascas» y después continuaron dando coces al diccionario personajes como ZP, Llamazares o Pablo Iglesias. Hubo una época en la que los políticos españoles podrían ser más o menos nefastos, pero hablaban bien. Ya no. Ahora, como en los peores momentos de nuestra historia patria, la nación se divide en una minoría sectaria y cerril que impone su opinión sobre una mayoría asustada y ovejuna –a ver si digo todos a secas y no doy más conferencias o me quitan las subvenciones–, mientras los que saben leer y escribir esperan que les den la del pulpo. Y es que para que los pícaros se aprovechen de tan pingüe circunstancia resulta ideal mantener a la masa balando necedades que revelen su incultura. Realmente, no sé si estamos tontos o tontas.
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