Antonio Cañizares
Feliz Pascua de Resurrección
Feliz Pascua de Resurrección a todos cuantos lean este artículo, y a todos los demás. «La vida y la muerte se trabaron en duelo», decimos en la liturgia cristiana. Pero bien sabemos, como nos muestra el acontecimiento de la Pascua que celebramos, que este duelo secular que acompaña toda la historia de la Iglesia y del peregrinar de los hombres, desemboca en el triunfo del Señor de la vida, de Dios cuya gloria es que el hombre viva, de Dios que ha resucitado a Jesucristo, vencedor de la muerte porque Él mismo es la vida y ha venido para que los hombres vivan, vivan en plenitud de vida eterna. Esto tiene que ver con la vida, con algo tan ordinario y natural como es el nacer y el morir. Esta es la verdad del hombre, cuya identidad es ser gloria de Dios, para quien todo hombre vive. Por eso, contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia que es presencia de Jesús resucitado está en favor de la vida: y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel «sí» a la vida y al hombre, de aquel «amén» al amor en favor del hombre, que es Cristo mismo. Al «no» a la vida que invade y aflige el mundo, la fe en el Resucitado, que es afirmación del hombre por parte de Dios, contrapone este «Sí» viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos acechan y rebajan la vida. No es una mera cuestión de un caso moral; es afirmación de la misma fe en el Dios de la vida, en el hombre querido por Dios, en la razón humana y en lo bueno que hay en el hombre, como es la vida. Los cristianos no podemos estar ausentes en la batalla por la vida, ya tan dura y cruel en estos momentos, pero que aún se prevé que sea mayor en los años sucesivos con normativas o formas de actuar que favorezcan el aborto, la eutanasia, la investigación con embriones. Y porque somos el pueblo que ha nacido del triunfo del amor sobre el egoísmo, y de la vida sobre la muerte, del hombre sobre su destrucción, lucharemos los cristianos con igual energía contra la lacra terrible del terrorismo, especialmente en estos momentos el terrorismo yihadista, que tantas vidas humanas, particularmente de cristianos, ha segado y asesinado. La resurrección de Cristo derrota la violencia injusta. La fe, la apuesta por el hombre y la vida que surge de la Resurrección llevará a derrotar todos estos signos de una cultura de muerte, que no tiene futuro alguno. Por el bautismo hemos sido incorporados a la resurrección de Cristo, a la vida divina, a la vida de hijos de Dios y herederos de la vida eterna. Por el bautismo llegamos a ser uno en Cristo, un único sujeto nuevo: «Nuestra vida es Cristo, no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí». Aquí está la novedad cristiana llamada a transformar el mundo. Aquí radica nuestra alegría pascual. Nuestra vocación y nuestra misión de cristianos consisten en cooperar para que se realice efectivamente, en nuestra vida diaria, lo que ha acontecido en nuestro bautismo: estamos llamados a ser hombres y mujeres nuevos, para poder ser auténticos testigos del resucitado, y de este modo, portadores de la alegría y de la esperanza cristiana en el mundo, concretamente en la comunidad en la que vivimos. Como levadura en la masa, como fermento primeros cristianos estamos llamados hombres de buena voluntad en todo lo que contribuya al bien del hombre, al desarrollo del hombre rectamente entendido, verdadero; estamos llamados a cooperar con el bien común, y valoramos grandemente la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan el peso de las correspondientes posibilidades. Nuestra condición de bautizados, resucitados en Cristo, testigos del sí de Dios a la humanidad nos sentimos urgidos a colaborar en la defensa y la promoción del bien del conjunto de los ciudadanos, respetando los derechos humanos fundamentales no creados por nosotros, favoreciendo el ejercicio responsable de la libertad, protegiendo las instituciones fundamentales de la vida humana, como la familia, las asociaciones cívicas y todas aquellas realidades sociales que promuevan el bienestar material y espiritual de los ciudadanos, entre las cuales ocupan un lugar importante las comunidades religiosas.
Una de las quiebras y derrotas de la humanidad de nuestros días es la quiebra moral donde ya no se sabe qué es lo bueno y lo malo, donde la verdad es algo meramente opinable, donde el relativismo y el escepticismo recomen como una carcoma lo mejor del hombre y del tejido social. Ahí habremos dar testimonio de la verdad del hombre, y aportar la savia de la moral cristiana, que no se sitúa contra ni al margen de la razón, sino que la completa y eleva. En esos momentos en los que vemos con gran preocupación el debilitamiento de las convicciones morales de muchas personas, especialmente de los jóvenes; cuando crecen muchas prácticas tan poco humanas como la promiscuidad y los abusos sexuales, el recurso al aborto, así como la drogadicción o el alcoholismo y la delincuencia entre los menores de edad; o cuando observamos con pena cómo crece la violencia en la escuela y en el seno de las mismas familias –ahí quedan tantos crímenes en los hogares–, no se entiende el rechazo y la intolerancia con la religión católica que manifiestan entre nosotros algunas personas e instituciones, cuando nosotros no queremos ni debemos otra cosa que dar testimonio de una vida nueva y de una humanidad nueva. Sin moral vamos a la quiebra del hombre: nosotros apostamos por el hombre libre apoyado en la verdad que se realiza en el amor. «Buscad los bienes de allá arriba», escucharemos estos días. Aunque está muy bien que los cristianos hemos de comprometernos en la tierra no podemos olvidar otra dimensión en la que ésta se fundamenta. Si no la tuviésemos en cuenta no trabajaríamos bien por la tierra. Es la dimensión que nos descubre la resurrección de Jesucristo: es la afirmación de Dios. Cuando no se conoce a Dios, no se conoce a sí mismo el hombre, y destruye la tierra. ¡Feliz Pascua de Resurrección a todos!
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