Terrorismo yihadista
Financiación del terrorismo
Si hay un tema mal conocido sobre el terrorismo, es sin duda el de su financiación. Desde hace tres lustros se han publicado sobre el asunto varios centenares de estudios en revistas académicas –la mayor parte, por cierto, referidos a las organizaciones comprometidas en la yihad terrorista– sin que se haya llegado mucho más allá de la reiteración de tópicos muchas veces mal fundamentados –como el que atribuye una función crucial a las sociedades de caridad o a los emigrantes de la diáspora–, pues apenas se ha podido reproducir una mínima contabilización de los recursos utilizados por los grupos insurgentes armados. Es cierto que hay unas pocas excepciones, como las que reconstruyen la trayectoria temporal de las finanzas de ETA y las FARC, las que dan cuenta de los dineros del Estado Islámico en 2014 o las que exploran el papel de los rescates por los secuestros de extranjeros entre las organizaciones afiliadas a Al Qaeda.
Ninguno de estos trabajos más completos, excepto el que publicó el coronel Villamarín sobre las FARC, ha contado con apoyos oficiales o con el acceso directo a las fuentes policiales o de Inteligencia. De hecho, estas últimas no parecen haber estado interesadas, en ningún país, en el estudio sistemático de los datos que aparecen en la documentación incautada a terroristas. Como mucho, se han instruido a veces sumarios judiciales con el delito de financiación del terrorismo como objeto; pero han sido muy pocas las ocasiones en las que se han llegado a establecer condenas. En España, por ejemplo, sólo ha habido dos personas convictas por ese crimen en la Audiencia Nacional, aunque su sentencia se vio revocada en el Tribunal Supremo.
Los estudios más completos de que disponemos muestran que los grupos terroristas acuden a fuentes muy diversas de financiación, estableciendo un «mix» cambiante de ellas en función de las cantidades que pueden proporcionar y de su simplicidad y fiabilidad, del control que los dirigentes ejercen sobre su explotación y de algunos factores políticos como la seguridad que proporcionan y su legitimación en la sociedad. Esto último me interesa ahora de una manera especial porque son muchas las organizaciones –incluidas ETA, las FARC, el IRA, el Estado Islámico o Al Qaeda– que han obtenido fondos de los Estados a los que atacan a través de subvenciones de tipo cultural o social concedidas a entidades que actúan como testaferros y, a veces, a individuos concretos, así como por medio del pago de rescates en los secuestros terroristas. Al parecer esas subvenciones y esos rescates son bien recibidos en la sociedad, hasta el punto de que en ningún país se han promovido cambios legislativos para impedirlos. Por ello, no me ha extrañado nada enterarme por la prensa esta misma semana de que Ahmed Bourguerba –un yihadista condenado hace una quincena por la Audiencia Nacional– está desde 2011 en la nómina de la Renta de Garantía de Ingresos del Gobierno Vasco. Y ahí sigue. Como cuando los de ETA recibían dinero a espuertas de esa misma fuente.
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