Arte, Cultura y Espectáculos
Forajidos esperando un tren
Si Estados Unidos va asociado a mi vida como un alfiler a las tripas no es sólo porque viva aquí desde hace 10 años. Si el país me envenena, me apena y enamora, me irrita y deslumbra, si jamás me provoca apatía, tiene mucho que ver con un kilómetro sentimental que los occidentales traemos de fábrica. Aunque los remilgados hablen de imperialismo cultural, bendita sea la teta que nos enchufó a Elvis Presley y James Brown, Louis Armstrong y Walt Whitman. Será por eso que sentí muy dentro la reciente muerte de Guy Clark. El cantautor vaquero, heredero de Johnny Cash y Willie Nelson, había nacido en Monahans, Texas, en 1941. Peleó su arte en los garitos de San Francisco antes de mudarse a Nashville. Allí, en la ciudad de la música, acaudilló junto a otro nombre señero, Townes Van Zandt, la insurgencia de un country reactivo al pachulí con que los productores bañaban los discos en los setenta. Un country áspero, conmovedor, desabrido, que abjuró del azúcar y los insufribles arreglos de cuerdas para centrarse en lo esencial. Canciones como pistolas. Historias que hubieran encajado en un libro de Raymond Carver. Odas trenzadas al claroscuro del sueño americano, gastadas como las suelas de unas botas quemadas en la autopista y sucias de orín y whisky. La América intimista y la grandiosa, los bares con tipos huérfanos colgados de la botella y el televisor y las montañas roídas de estrellas, encontraron en Clark a uno de sus mejores camaradas. Fue el cronista de un país que ahuyenta la soledad en desiertos lunares y el poeta de moteles deslumbrados por la danza del vientre de las constelaciones, reportero de los grandes trenes de mercancías y sus vagabundos, los perdedores, los héroes sin rostro y, en general, de todos aquellos que nacen, viven y mueren al otro lado de las gestas políticas e históricas. Resulta imposible comprender la riqueza del country alternativo actual, abarrotado de talentos de primera categoría, operando muy lejos del radar de los Grammys y su permanente oda a la horterada, sin la revolución que lideraron Clark, el borracho y genial Van Zandt y Joe Ely, y antes que ellos Cash, Wilson, Kris Kristofferson, Merle Haggard o Waylon Jennings. Dice Trigger, el enmascarado bloguero que pelea hace años para rescatar el country y reivindicar sus inmensos tesoros, que «igual que un sabio que sólo regalara su magisterio una vez cada varios años, cuando Guy Clark tocaba una canción o publicaba un disco, había que detenerse a escuchar (...) Sus canciones se han convertido en una institución irremplazable de la música americana». El «New York Times», en su despedida, habló del «Rey de los Trovadores Tejanos», una estirpe que mimaba las «composiciones de narrativa compleja, áspera, escabrosa y contundente». Si usted ama películas como «The Last Picture Show», de Peter Bogdanovich, encontrará en Guy Clark a un cómplice. También le advierto de que si es de los que se pasan el día repitiendo consignas antiyanquis cual lorito, si cree que el western hacía apología del genocidio y blablablá, mejor lo olvida. Total, la poesía no nació para deleitar a «hooligans».
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