María José Navarro

Francisco F. C.

Hace un año que llegó al Vaticano un señor que decidió conservar zapatos y costumbres pero que cambió de nombre. Jorge Mario, argentino por los cuatro costados, convertido en Francisco. Conociéndole como le conocemos ahora, no nos hubiera extrañado Paco o Curro, un nombre de señor normal, de vecino, de amigo. Sólo un año después, sólo uno desde el hecho excepcional de la renuncia de un Papa y del interesantísimo ceremonial de la elección de otro, da la sensación de que Francisco lleva por aquí mucho más tiempo, de que le conocemos de hace años. Quizás sea por esa cosa tan suya de hablar de lo que habla la gente con el lenguaje de la gente, quizás sea por ser argentino: tan próximos somos que a veces rebotamos. El caso es que Francisco, en sólo doce meses, ha atraído la atención mundial de propios y extraños y ha aglutinado las ilusiones de muchísima gente que espera y necesita una Iglesia más cercana, más de barrio, más de pacos y curros. El Papa Francisco tiene ese don de la proximidad inmediata y hay quien se lo atribuye a un carisma especial que, sin embargo, saber huir de los peligros de la serigrafía de camiseta. Hay también quien ve en su cercanía un cuidado ejercicio de marketing, hay quien duda, quien se desespera esperando, pero la inmensa mayoría admira y agradece esa cercanía. Una, simple como un cubo de fregar, atribuye ese don a algo mucho más prosaico: lo que tiene el Papa es que es futbolero. De San Lorenzo de Almagro, ni más ni menos, como mi ídolo de chiquitita, Rubén Hugo Ayala, el «Ratón». De San Lorenzo, ahí es nada. Y de los que ponen el toro en suerte sin miedo.