Restringido
Galletas de jengibre
Cuando E. B. White escribió «Esto es Nueva York» ya asumía que la patria del rascacielos vive de autodestruirse. Parapetado en la habitación de su hotel, ahogado por la incandescencia de un verano sin aire acondicionado, el White meticuloso del New Yorker bombeó 7.500 palabras del año 48 para homenajear un «concentrado de arte y comercio, deporte y religión que reúne en la misma arena al gladiador, al evangelista, al promotor, al actor, al vendedor y al comerciante». El viajero que aterrice hoy en el JFK lo tiene crudo si busca un territorio inmutable. No digamos ya el que describió White. Cincelar estampas neoyorquinas con vocación hierática equivale a dibujar cúmulos, estratos y estratocúmulos con la loca idea de fijarlas al cielo mediante chinchetas. White, que murió en 1985, reconocía que construir puentes entre lo viejo y lo nuevo, averiguar qué falta en Harlem, qué hay de nuevo en la Sexta Avenida, le corresponde al lector, «y confío en que sea más un placer que un deber».
Aunque Nueva York sea hoy menos irreverente que la Babilonia del hotel Chelsea, menos aristocrática y cruel que la de la Edad Dorada que fusiló Mark Twain, mantiene intacta la luz que ciega. Especialmente en Navidad, cuando galopan torrentes por los ventanales temáticos de Macy’s, Sack’s Fith Avenue, Bloomingdale´s o Lord Taylor, ganador del premio al mejor escaparate navideño en 2015. Son montajes superlativos. Creados por estudios como Spaeth Design. Que manejan presupuestos dignos de Hollywood y emplean un ejército de ingenieros, escenógrafos, expertos en animación y marionetistas. Lejos de la Quinta Avenida, en Dyker Heights, Brooklyn, los vecinos queman miles de dólares en la ornamentación lumínica de sus casas. Para escapar del resplandor uno puede refugiarse en un restaurante de Bay Ridge, a orillas del Hudson, bajo el puente de Verrazano, pongamos Tanoreen, de la palestina Rawia Bishara. O regresar al panal de Midtown, donde las guapas cariátides del Rockefeller Center bailan desde los «Días de radio» de Woody Allen. Es obligatorio «El cascanueces», de Tchaikovsky, en el Lincoln Center, y elegir entre los varios Mesías de Handel, del clásico que dirige Jane Glober con la Filarmónica al estupendo de Kent Tritle en el Carnegie Hall. O el de la Trinity Church, tan cerca del agujero negro que casi engulle Manhattan aquel 11 de septiembre del fundamentalismo pútrido. Al que le guste patinar (hay gente para todo), encontrará solaz en Bryant y en Central Park, y si quiere ronear de bohemia tiene la Unsilent Night, que parte de Washington Square con una sinfonía ambulante de radiocasetes y smartphones que tocan al unísono cuatro partituras. Frente a los jirones de aquella febril escena que un día vivificó el Village y el Lower East Side sigue potente la tradición de los villancicos, con grupos de vecinos y músicos profesionales reunidos para cantar por Brooklyn Heights, Tribeca, Gramercy, el Upper East Side, etc. Mientras los termómetros sonríen locos, aupados a unos increíbles 21°, la temporada flamea desde los ventisqueros del Empire State. Para celebrarlo comparto galletas de jengibre con King Kong y Gershwin y les deseo, queridos lectores, Feliz Navidad.
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