César Vidal
Gen fratricida
Hace algunos años, un amigo decidió mudarse a vivir a un pueblo con la esperanza de poder mejorar su existencia –escasamente feliz– y la de su familia. Para ganarse la vida, abrió una tienda de encurtidos ya que no había ninguna en la localidad. Sin embargo, los lugareños lo contemplaban como a alguien extraño y, desde el primer momento, se propusieron hundirlo. El mismo alcalde ordenó comenzar a revisar las cañerías de la comunidad y abrió la primera zanja delante del comercio del pobre forastero. La mantuvo abierta impidiendo que la gente pudiera entrar a comprar hasta que mi amigo, agobiado por las deudas, arrojó la toalla y cerró el comercio. El pobre se iría trastornando y, hoy en día, es un desecho psicológico y espiritual, pero, sin duda, lo ayudaron a llegar a esa situación. No puedo dejar de contemplar España y sentir un profundo dolor al ver por doquier ese gen fratricida entre los españoles. Hay regiones donde prefieren que el agua acabe en el mar simplemente porque no soportarían que la utilizara la comunidad limítrofe. O se inyecta el odio a lo español y, en especial, a algunos compatriotas como forma de afirmación propia. O se divide el mundo en buenos y malos y se desea la destrucción física y ruidosa de los malos que, obviamente, son los otros. O se convierte en entretenimiento no escuchar y debatir sino cargar y aniquilar como si, en vez de la suerte nacional, se ocuparan de la fiesta nacional y el toro fuera un conciudadano. Quizá muchos españoles no han logrado sacudirse de las neuronas el fanatismo anidado en esta piel de toro durante siglos. Quizá muchos españoles llevan inscrito en el ADN el estatuto de limpieza de sangre que lograba que un mentecato analfabeto y codicioso se sintiera superior simplemente porque por sus venas no circulaba una gota de sangre judía, mora, hereje o india. Quizá muchos españoles han llegado a considerar normal el enfrentamiento civil porque ostentamos un lamentable récord en guerras entre hermanos. Quizá. A mí, sin embargo, me gustaría que los problemas nacionales – ni pocos ni leves – se abordaran con un espíritu de arreglarlos en común y no de utilizarlos como arietes contra el adversario real o supuesto. Quizá es que, a fin de cuentas, soy un ingenuo de esos que creen que si alguien abre una tienda de encurtidos en el pueblo hay que alegrarse porque cubre una necesidad de la colectividad y además es una nueva fuente, aunque modesta, de riqueza.
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