César Vidal

Genuinamente americano

De entre las peculiaridades de la vida en Estados Unidos pocas son tan mal comprendidas por los extranjeros como el derecho a llevar armas. De hacer caso a los europeos, especialmente los situados más a la izquierda, ese derecho no sería sino una forma apenas encubierta de barbarie que deja de manifiesto las carencias de la sociedad americana. La realidad es bien distinta. De entrada, el derecho a llevar armas quedó consagrado el 15 de diciembre de 1791 cuando la Segunda Enmienda de la Constitución lo integró en la Declaración de derechos. Las razones eran más que obvias. En una nación de extraordinaria extensión donde no siempre era posible contar con un policía en las cercanías, el ciudadano no tenía por qué sentirse desprotegido ya que la ley le reconocía el derecho a la autodefensa armada. La situación no cambió durante un siglo XIX en continua expansión territorial ni tampoco en el siguiente. A decir verdad, el último siglo aportó nuevas razones para mantener ese derecho constitucional. Una fue, por supuesto, el hecho de que millones de norteamericanos viven a kilómetros del vecino más cercano, pero a ello se ha unido el ejemplo de ciertos regímenes totalitarios. Como suelen recordar los norteamericanos, a Hitler le faltó tiempo para impedir que los alemanes pudieran tener un arma en casa. Luego vinieron los campos de concentración, la guerra mundial y el Holocausto. De manera bien significativa, tanto la jurisprudencia del Tribunal Supremo como los distintos políticos se han mantenido fielmente en esa línea. Así, en 2008, el TS dictó una resolución en el caso Distrito de Columbia v. Heller, 554 US 570 estableciendo que, de acuerdo a la Segunda Enmienda, los ciudadanos tienen derecho a poseer un arma de fuego aunque no sirvan en unidades armadas. La resolución indicaba que ese derecho podía ser regulado e incluso limitado, pero nunca derogado. En 2010, el TS en el caso McDonald v. Chicago, 561 US 3025, señaló que los gobiernos estatales y gubernamentales están limitados por la segunda enmienda de la misma manera que el Gobierno federal. Sobre esa cuestión existe una unanimidad tan obvia en Estados Unidos que el único punto de discusión es si el derecho a llevar armas rige para todo tipo de armamento. En la última campaña electoral, ambos candidatos insistieron en que respetaban la Segunda Enmienda y sólo Obama se permitió lanzar la pregunta retórica de si no debía revisarse el que algunos particulares pudieran tener en su poder armas de asalto como el Kalashnikov. Su opositor republicano, muy sensatamente, decidió que decidir sobre ese tema era cuestión estatal y no federal. A los enemigos de esa situación legal, generalmente europeos, les parece un argumento definitivo el que tengan lugar matanzas como la sucedida en Connecticut hace unas horas. Para el norteamericano medio, a pesar de que se horrorice ante hechos semejantes, el razonamiento carece de peso. El que haya congresistas corruptos o periodistas venales no constituye un argumento en contra de las elecciones libres o de la libertad de prensa. Entonces, ¿por qué un delincuente debería serlo para privar a los ciudadanos de su derecho a protegerse con armas?