José Antonio Álvarez Gundín

Gitanos sin romancero

En la fragua de la izquierda ya no martillean los gitanos. El ministro más popular de Francia, el socialista Manuel Valls, ha deportado a una niña gitana que los gendarmes cazaron a lazo en un autobús escolar. «Avanzan de dos en fondo/ a la ciudad de la fiesta./ Un rumor de siemprevivas/ invade las cartucheras». Pero en el Gobierno de Hollande no hay más romancero que la prosa pedernal de la ley de extranjería aplicada a rajatabla. En París, como en Lampedusa, la retórica progresista naufraga con el estruendo de un Titanic ideológico al que ya no le quedan salvavidas, sólo cinismo y una oscura estafa de «papeles para todos» urdida en la oposición. Hoy, aupados al poder, al inmigrante «le cierran el calabozo, mientras el cielo reluce como la grupa de un potro».

No sólo Francia, no sólo Italia. En buena parte de Europa, los partidos socialistas que gobiernan han dado un giro a su discurso sobre la inmigración y actúan con mayor intransigencia y dureza que la denostada derecha. La explicación no es otra que el cálculo electoral. El ascenso de la extrema derecha, que se nutre de los barrios obreros, ha hecho saltar las alarmas en los cuarteles socialistas, asustados por la pérdida acelerada de una clientela que tenían por fiel y segura. En contra de lo que creen los ideólogos del PSOE, el avance de la ultraderecha no resta votos al conservadurismo moderado, sino a las formaciones de izquierda. Estos sectores sociales, los más golpeados por la crisis y los menos invulnerables a la tentación xenófoba, desconfían de la capacidad de los gobiernos socialistas para gestionar la integración de los inmigrantes. Es verdad que siempre votaron izquierdas, pero la decepción que les han causado dirigentes como Hollande o Steinbrück, les lleva a buscar soluciones en el lado opuesto de la oferta política. Por eso, se equivocan de medio a medio los estrategas del PSOE con esas absurdas campañas mediáticas que presagian un supuesto resurgimiento de la ultraderecha. No hay tal, son cuatro gatos nostálgicos de un régimen franquista que la izquierda, a fuerza de sacarlo de paseo, acabará nimbando con la aureola de lo maldito. Porque de volver, de echar raíces ese imaginario neofranquismo, no lo hará en el barrio de Salamanca, sino en los suburbios que comparten los parados y los inmigrantes. Que una niña gitana haya puesto en evidencia al gobierno socialista de referencia en Europa demuestra la fragilidad de su discurso ético en la hora de las decisiones difíciles. Al ciudadano ya no se le engaña con montajes como el «photocall» de Rubalcaba y el Frente Populista, porque siempre habrá una gitana que les arranque la máscara de la hipocresía.