Alfonso Ussía
Gomina
En mi primera juventud, a la gomina se le llamaba fijador. Mi padre usaba fijador –murió a los 93 años sin una cana–, y sus ocho hijos varones le imitamos el uso. El fijador era verde, pringoso y muy efectivo. Años después apareció en el mercado un nuevo producto, azul cobalto, al que era muy leal un profesor de francés del colegio Alameda de Osuna. Sudaba mucho por la cabeza, y cuando los calores principiaban, le nacían arroyuelos azules que descendían por sus papos lentamente. Si el calor era tórrido, el rostro se tintaba completamente de azul. Le motejamos «El Fiordo», porque mi clase estaba compuesta de alumnos muy viajados.
Casi todos los hombres respetables o candidatos a ser respetados, usaban fijador. Pero el verde, el «Fixol», que no se derretía con las altas temperaturas. Ministros, alcaldes, presidentes de grandes sociedades, y hasta futbolistas y toreros. Un guardameta gallego, que jugó en el Real Madrid y el Atlético llamado Pazos y que se estiraba con estimable estilo, terminaba los partidos con todos los pelos en su sitio. Y los grandes maestros taurinos como Antonio Ordóñez y Antonio Bienvenida, hacían el paseíllo peinados con fijador.
Coincidiendo con la llegada del hombre a la luna, la humanidad también avanzó en el apartado de fijadores. Irrumpió en el mercado un fijador transparente que se vendía en tubos –gran novedad–, y que pasó a denominarse «gomina». Produjo la novedad algún contratiempo desagradable. El tubo de gomina tenía un gran parecido con el tubo de pasta de dientes «Colgate», y un erudito académico electo por la RAE, con los nervios previos a la pronunciación de su discurso de recepción, se lavó los dientes con gomina, la cual actuó de inmediato en su dentadura impidiendo la separación de sus piezas dentales superiores de la inferiores, resultando su discurso ininteligible en su totalidad.
La gomina volvió a triunfar en el decenio de los ochenta gracias a Mario Conde. Curiosamente, todos los que trabajaban en la inmediatez de don Mario, se peinaban de la misma guisa, originando estragos entre los visitantes que acudían a Banesto a pedir un crédito. Al salir de la sede bancaria, no sabían si el que les había atendido era Conde o uno de sus adláteres, que lo imitaban hasta en los gestos.
Y la gomina ha vuelto por sus fueros de la mano del alcalde de Zaragoza, coqueto munícipe de «Podemos». No por el hecho de usar gomina, sino por cargar la gomina a los gastos oficiales del Ayuntamiento. Don Pedro Santisteve, que así se llama el gominolo, no parece por su sentido de la estética militante de «Podemos». Puede pasear por la calle tranquilamente como si fuera una persona normal. Y es aseado. Pero le carga a los zaragozanos sus tubos de gomina, como ratifican las facturas que llegan al Ayuntamiento. Las facturas de ahora no son como las de antaño, que podían oscurecerse en la administración. Las de ahora son facturas muy expresivas. E incluso los «tickets», como el aportado por el señor Santisteve a su administración para recuperar su modesto desahogo. «Ticket» de 15,90 euros, de la peluquería zaragozana «Josgel Peluqueros», donde a las 12,41 minutos del 18 de diciembre de 2015, y atendido por una peluquera llamada Alba, el señor alcalde se engomó su elegante cabello.
El importe no es alarmante. Lo alarmante es que el 18 de diciembre del año 2015, que era viernes, a las 12,41, en lugar de estar en su despacho tratando de asuntos municipales o inaugurando un asilo para «okupas» de la tercera edad, o reuniendo a su equipo de Gobierno, el señor Alcalde acudiera a la peluquería. Si se hace las manos y la manicura le cobra 23 euros, no hiere las arcas municipales por tan menguado choriceíllo en el caso de que endose la factura al Ayuntamiento. Lo grave es que lo haga en plena jornada de trabajo, privando a los zaragozanos de su competente labor y reconocida entrega. Lo de la gomina, al fin y al cabo, es perdonable.
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