Alfonso Ussía
Guerendiain
Pamplona es ciudad de ir, no de pasar. A principios de julio, con apenas 18 años, desde San Sebastián me planté en Pamplona en mi primer San Fermín. Carretera poco agradable. Para colmo, condujo el coche mi amigo Álvaro Elío, vitoriano, que disfrutaba con su espeluznante manera de tomar las curvas. Mis padres me creían en Madrid gestionando unos papeles correspondientes a mis exámenes en septiembre. Cenamos en «Las Pocholas». Por ahí se movía el formidable Antonio Ordóñez, con Antonio y Rafael Vázquez. Vicente Zabala, que se sumó a nuestra mesa. Antón Martiarena, donostiarra, y del que años más tarde me hice amigo hasta el final. Un ambiente denso, fluido y amistoso. Creo recordar que en aquellos tiempos quedaban siete hermanas de las nueve originales. Navarras puras. Altas, delgadas y enjutas. Entre todas habían alcanzado el milagro de mantener en armonía familiar uno de los más grandes y tradicionales restaurantes de España.
Eran nueve «Las Pocholas», hijas de los Guerendiain, posaderos de valle de Ulzama. Félix Huarte, gran empresario navarro, navarro ante todo, ayudó a las hermanas y se asoció con ellas. De sus cuatro platos característicos sólo uno de ellos me colmaba. La menestra de verduras. El cordero al chilindrón me producía un determinado espanto, por cuanto soy alérgico al cordero. Al ajoarriero de langosta le sobraba el ajo, que me causa ancestral repelús. En mi familia, el ajo estaba prohibido. Después de pedir mi menestra, mi estómago me sugirió la posibilidad de sosegarlo con unos huevos fritos con patatas y chorizo. Alguien me dijo que comer huevos fritos con patatas y chorizo en «Las Pocholas» era una grosería. Pero pasó una de las hermanas y consulté con ella. – Aquí vas a comer siempre lo que te apetezca-. Y me tomé los mejores huevos fritos con patatas y chorizo de mi vida.
No se cabía. En aquellas calendas, los que no éramos navarros llevábamos el pañuelo rojo al cuello, pero no osábamos vestir completamente de blanco. El blanco era para los pamploneses y los navarros. Se respetaba esa condición de navarrería. Corrí en una sóla ocasión el encierro. Y corrí muy tranquilo. Sonó el chupinazo, y cuando los toros aún subían por la Cuesta de Santo Domingo, yo hice mi carrera en solitario y me asenté en un burladero. Me daban un susto muy grande los toros. Después del encierro, unas horas de sueño, y de nuevo a «Las Pocholas», con la sobremesa prolongada hasta la hora de la corrida.
Eran nueve las maravillosas hermanas Guerendiain. Petra, Paquita, Josefina, Fermina, Floren, Rosario, Rosalía, Conchita y Cristina. Allí las grandes familias navarras, más carlistas que liberales. Los Baleztena, los De la Quadra-Salcedo, los Goizueta, los Bobo, los Galobart, los Huarte, los Moncada... Y todos en «Las Pocholas». Se llegó a decir que si un visitante permanecía durante toda la semana de San Fermín, corría de verdad los siete encierros, asistía a las siete corridas y se agarraba las consabidas catorce cogorzas, no había estado en San Fermín ni en Pamplona ni en nada si no se había sentado en «Las Pocholas». Eran otros tiempos. Navarra no se dejaba conquistar por el nacionalismo vasco, y menos aún por el ya incipiente terrorismo de la ETA. Se permitía la plena libertad de expresión, pero el grito «¡Gora Euzkadi!» era siempre respondido con un abucheo que podía terminar en alguna bofetada. En la Plaza del Castillo, los Baleztena con sus puertas abiertas y su museo Carlista, que era más museo que decoración familiar.
Se fueron yendo poco a poco, y no por orden de edad. De nueve, siete, de siete cinco, de cinco tres, de tres una, y al final, la penúltima, Conchita . Para mí, que Las Pocholas, ellas, las navarras, no habrían mantenido el restaurante con los traidores y sinvergüenzas que gobiernan en la actualidad Navarra y Pamplona. Este alcalde jamás hubiera tenido mesa, y esa presidenta que desea entregar Navarra a los proetarras no se habría atrevido a entrar en «Las Pocholas». Decir y afirmar que eran navarras, es como decir y afirmar que eran leales, valientes, ejemplares y españolas hasta las uñas de los pies.
Lo bueno, aunque sea una muchedumbre de bondades, y nueve hermanas forman una muchedumbre, también desaparece. Sin las Pocholas Pamplona está más huérfana de decencia . Ahí estarán, en lo alto, las nueve, abrazadas a su Bandera laureada.
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