Lucas Haurie

Halloween es tradición

Este despertar de los «Tosantos» nos resulta cada año más resacoso y anglosajón, para escándalo de esencialistas. La combinación de la festividad religiosa con el aquelarre pagano del día de los fieles difuntos, que en puridad habría de celebrarse mañana, nos ha regalado una costumbre que penetró en Estados Unidos por la frontera mexicana. Allí se adora a los muertos desde época precolombina, pero el contacto de las prácticas indígenas con la contrarreforma católica moldeó las costumbres hasta lo que hoy conocemos, empezando por el calendario. Los detractores de Halloween deben saber que se trata de un fenómeno de ida y vuelta, como ciertos aires flamencos que regresaron matizados con los sones caribeños. La diferencia es que ahora todo transcurre más deprisa y quienes se criaron visitando el cementerio con todavía en el cuerpo el espanto del «in ictu oculi» del mito donjuanesco (uno escribe desde la ciudad de Mañara y Valdés Leal) contemplan con extrañeza tanta profusión de calabazas, monstruos de pacotilla, zombis de cartón-piedra y sangre entomatada.

Halloween se ha incorporado a la tradición sin trauma porque no es más que un esqueje reimplantado tras madurar en el clima estadounidense, donde nacen todas las pautas culturales de la actualidad. Su irrupción no es en absoluto, de modo que este fin de semana se representan sólo en la provincia de Sevilla cincuenta versiones del «Tenorio» y que todas las pastelerías de Andalucía abren hasta la madrugada con su oferta de huesos de santos. Si además la primavera prolongada propicia altos índices de ocupación hotelera y las ganas de jarana reaniman la industria del ocio, ¿qué tiene de malo? Tan imbricada está ya la fiesta a la tradición local, que en nuestra memoria colectiva habita incluso una tragedia vinculada a Halloween, la del Madrid Arena, y un episodio cómico que copó las portadas tal día como hoy hace trece años: un futbolista del Betis, Benjamín Zarandona, organizó en su chalet un sarao que se vio abruptamente interrumpido por la llegada de Lopera, a quien por su extremada palidez llamaban desde siempre «caralápida». Algún futbolista había trasegado tanto licor, que confundió al demacrado presidente con un disfraz muy logrado de La Parca. «Te falta la guadaña», le dijo alguien antes de percatarse de que era el mismísimo «Donmanué» e intentar escapar literalmente por la ventana. La vida fluye y es un síntoma de suprema estupidez tratar de resistirse a la evolución de los tiempos.