Francisco Nieva

He perdido al chico

Me estremezco de veras cuando escucho o leo que un niño se ha perdido y no se le encuentra. Como por ejemplo en el caso de Mari Luz o de Marta del Castillo. La desolación y desesperación de esos padres, el miedo o el terror del niño ante la otra vida que le espera. ¿Quién será su dueño, qué será de él? Nada comparable a esa incógnita terrorífica, que yo mismo he sentido una vez. Hay algo que recuerdo muy a menudo con una precisión tremenda, como si me hubiera sucedido ayer. El rostro desencajado y de una palidez mortal de mi padre antes de encontrarme; y, después, cómo se repuso y la sangre volvió a sus venas, el infinito consuelo de dar conmigo cuando, para siempre, me creía perdido. Ese abanico de sentimientos oscuros y derrumbe de la personalidad. Ahora somos otros, juguetes del destino. El drama estremecedor del niño y sus padres, un precipicio intimidante que se abre ante sus pies. Se sale de la órbita cotidiana, se vaga por la inseguridad y el miedo, que se prolongan indefinidamente.

Cuando tenía siete años, había viajado con mi padre a Madrid y él me llevaba de la mano por la acera del Teatro Español. Por un breve instante me soltó y yo, confundido, seguí a un señor que entraba en la casa colindante y tomaba el ascensor. En el ascensor, volví a darle la mano, y el señor me miró con extrañeza: me quedé aterrado al ver que no era mi padre.

- «¿Y tú quién eres, a dónde vas?».

- «¿Dónde está mi papá?».

- «Chico, tú sabrás».

- «Yo iba con él. ¿Dónde está mi papá?».

Mi cara de terror hubo de impresionar al individuo.

- «Espera, no te asustes. Bajaremos de nuevo al portal».

El señor paró el ascensor y, de nuevo, lo hizo bajar. Llegados al portal, vi que mi padre entraba buscándome con extrema ansiedad. Estaba demudado. Le dio las gracias al señor y partimos sin decirnos nada. Aquel infinito consuelo nos paralizaba. Creo que el espanto y, luego, la dicha infinita de encontrarnos de nuevo nos embargó a los dos por igual. Como si se hubiera producido un milagro y los dos nos hubiéramos salvado a la vez. Éste es el recuerdo que más a menudo hace que me vuelva a encontrar con él.

Por aquel tiempo, la ciudadanía estaba alarmada por la desaparición de tres niñas en las afueras de Madrid. Era bien lógico que mi padre sintiera como nadie terror de perderme y jamás encontrarme. ¿Cómo comunicárselo a mi madre? ¿Por escrito? –«Queridísima Pilar: He perdido al chico y no se le encuentra. Se lo he comunicado a la prensa y a la policía. Un destacamento de rastreadores espontáneos lo busca denodadamente. Ven a compartir conmigo esta desgracia. Más que nunca te necesito a mi lado. Necesito que me perdones sinceramente. Nunca se pierde la esperanza. Se dan casos felices, de encontrarlo asustado y refugiado en cualquier sitio. ¡Por Dios, ven a mi lado! Te lo suplico».

Es terrible, para mí, cómo me identifico sentimentalmente con esas dos partes en conflicto, la angustia que me embarga, al haber yo vivido un prolegómeno de este drama, el desamparo inefable de perderme en la órbita de mi destino, sin poder prever qué sería de mí. Y lo mismo por parte de mis genitores. En último término, la busca de un cadáver. Me siento al lado de estos desgraciados, siento su macabra esperanza, la de encontrar sus restos. La imaginación trágica me mata. Como dramaturgo que soy, me identifico con las víctimas angustiosamente, en disfavor de mi paz cotidiana. La imaginación es un veneno sentimental, dolorosamente creativo y compasivo, de nuestro sistema cerebral. Y ¡ay, de quien no sobrelleve esa carga sentimental y compasiva! Está más cerca de ser un gélido asesino. Que los hay. Y la cruel realidad mediática nos lo demuestra de continuo.