Hoteles

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La Razón
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Hoy estoy en un hotel y certifico lo que ya opinaba: como fuera de casa no se está en ningún sitio. Tú llegas a un hotel y, para empezar, ya sabes que no vas a tener que limpiar el baño.

Lo dejes como lo dejes, seas lo cerda que seas, lo cochinamente que obres, a la mañana siguiente va a venir una señora maravillosa que te dejará su nombre en un papelito (que ya es el colmo) por si tienes alguna queja. Pero qué pega le voy a poder poner, alma de cántaro, si lo que debería hacer es llenarle la carita de ósculos. Lo normal en los hoteles es abrir la habitación y que haga un frío que pela. Es un truco.

Cuando logras cambiarlo, todo es alegría. De pronto notas calor, y bienestar, y te despelotas, y te pones el albornoz, y las zapatillas, y miras el gel y el champú, y, oh Señor, también hay body milk. Y un cepillo de dientes. Y un kit de afeitado. Que tú dices, a ver, no lo necesito, pero te quedas pensando y, oyes, y si me salen los pelos esos hormonales en la barbilla, ¿qué hago, me mato? Vas a la ducha, sin temor a que se salga el agua. Ya te has quedado limpita, abandonas la bañera, ves que se ha puesto todo fatal, encharcado por fuera. Por un momento buscas una fregona.

Ay, Dios mío, el vecino de abajo. De repente te das cuenta de que al vecino de abajo le pasa lo que a ti, que se la sopla. Abres el mini bar y hay de todo. Hasta almendras. Te acuestas en la cama. Grande, limpia, hecha del día. ¿Y si no vuelvo a la casa? ¿Y si me fugo a un cuatro estrellas y que le den por saco a mi presidencia de la comunidad? Así que vuelves a tu kely, abres, y te dices: qué asssco.