Alfonso Ussía
Huesos enamorados
No se llevaban bien Cervantes y Quevedo. Don Miguel recelaba de don Francisco, de Góngora y del irresistible Conde de Villamediana, que fue el primer «play boy» de la Historia en pleno esplendor de nuestro siglo de Oro: «Llego a Madrid y no conozco El Prado./ y no lo desconozco por olvido./ Pero me hiere verlo tan pisado/ por muchos que debiera ser pacido». En el estallante «Corpus» de la poesia española mística y religiosa, sobrevuela a todos un soneto al Cristo Crucificado atribuído a Cervantes, aunque algunos se lo adjudican a Lope de Vega. Es un portento de catorce versos endecasílabos. «No me mueve, mi Dios, para quererte/ el cielo que me tienes prometido,/ ni me mueve el infierno tan temido/ para dejar, por eso, de ofenderte./ Tú me mueves, Señor, muéveme el verte/ clavado en una cruz escarnecido,/ muéveme ver tu cuerpo tan herido,/ muévenme tus afrentas y tu muerte./ Muéveme en fin, tu amor de tal manera/ que aunque no hubiera cielo yo te amara/ y aunque no hubiera infierno te temiera./No me tienes que dar porque te quiera,/ porque aunque lo que espero no esperara/ lo mismo que te quiero te quisiera». Cervantes, militar y poeta, mutilado, cautivo de la morería y dardo de las envidias permanentes, fue el núcleo coperniquiano de una generación asombrosa que deambulaba por Madrid. Todo giraba en torno del gran sol, que era él. A Quevedo, Caballero de Santiago, cojo, leal servidor del Duque de Osuna y cautivo en San Marcos de León por el capricho de aquel gran cabronazo que fuera el Conde-Duque de Olivares, lo despachó con desgana: «Nunva voló la humilde pluma mía/ por la región satírica, bajeza/ que a infames premios y desgracias guía». Quizá don Miguel desconocía la poesía mística y amorosa de Quevedo, y en especial, su prodigioso soneto «Al Amor Constante Más Allá de la Muerte».
«Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare el blanco día,/ y podrá desatar esta alma mía/ hora a su afán ansioso lisonjera;/ más no, de esotra (sic) parte, en la ribera,/ dejará la memoria, en donde ardía;/ nadar sabe mi llama el agua fría/ y perder el respeto a ley severa./ Alma a quien todo un dios prisión ha sido,/ venas que humor a tanto fuego han dado,/ médulas que han gloriosamente ardido,/ su cuerpo dejarán, no su cuidado,/ serán ceniza, mas tendrá sentido;/ cuerpo serán, mas polvo enamorado». Compartió la tristeza de la muerte y la esperanza del amor con el propio don Miguel, cuyos médulas y polvo enamorado han hallado al fin en el maremágnum del osario de las Madres Trinitarias en Madrid.
Madrid. Lo dibuja magistralmente Antonio Mingote en su «Historia de Madrid». Un día cualquiera en una plazuela del hoy llamado «El Madrid de los Austrias». Quizá la Plazuela de San Javier, cuyas casas pertenecían a la Santa Inquisición. Y allí podían encontrarse, cruzarse, compartir palabras y cordialidades de chambergo al suelo, mirarse mal y prevenirse los unos de los otros, Cervantes, Góngora, Quevedo, Villamediana, El Greco, Espinel, Argensola, Tirso de Molina, Vélez de Guevara, Mateo Alemán, Lope de Vega, Pérez de Montalbán, y de la mano de una fámula provocadora, prieta y deseada, el niño Pedrito Calderón de la Barca. Aquel viejo Madrid que reunía, entre odios y afectos, espadazos y amores, el mayor talento literario y artístico de todas las Españas y el mundo pleno.
Muy a mano de la plazuela, descansarán ya reconocidos, los huesos sufridos y enamorados de don Miguel de Cervantes, la cumbre –junto a San Juan de la Cruz–, de nuestra Literatura. En ese Madrid de ¡Agua va!, de intercambio de espadas, de amores prohibidos, de crímenes soberanos y talento infinito, con cuatro siglos de retraso dormirán en las Trinitarias, que tan bien los han custodiado, los huesos padecidos, envidiados y enamorados de nuestro don Miguel, reliquias literarias de todos los españoles, incluídos aquellos que no desean tenerlo como uno de sus más grandiosos antepasados. Ya se le puede decir, «descanse en paz, don Miguel». Y así se lo digo y deseo.
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