Alfonso Ussía
Idénticos
No soy, como Pablo Iglesias, seguidor de series por televisión. Veo un capítulo y me sobra. Reconozco mi sometimiento horario para no perder ni una entrega de la vieja serie inglesa «Up & Down». Y he sido efímero admirador de actores y actrices sudamericanas dotadas de una naturalidad pasmosa, como la colombiana Margarita Rosa de Francisco. Le he pedido a mis nietos que me informen en el lecho de muerte del final del «Secreto de Puente Viejo» y de doña Francisca, por pura curiosidad. Una serie de 1.000 capítulos, además de una ordinariez es una tortura. Pero a golpe de capítulo de cada serie he advertido que entre los jóvenes ha desaparecido la tendencia a la sobreactuación en la interpretación española. Con un gran problema en ellos, los varones. Son todos idénticos. Barba de tres días, cortados por el mismo patrón y clonados el uno del otro y el otro del de más allá con científica precisión.
Los grandes actores del cine español no tuvieron excesiva suerte con las series, a excepción de Alfredo Landa. No coincidieron sus tiempos, aunque el estupendo Juan Luis Galiardo y el grandísimo Arturo Fernández sí conocieron el éxito. Los Ozores, Isbert, Morán, Garcés, Fernan Gómez, Marsillach y demás –se cuentan por decenas–, no encontraron su sitio en la nueva especialidad. Sí lo hizo Paco Rabal, con su «Juncal» airoso y prodigiosamente interpretado. Lástima de Ciges, que hoy arrasaría con su mímica natural y su facilidad para hacer grandes a sus personajes secundarios.
Decía Luis Escobar, aquel personaje genial, que actuar es mucho más fácil que dirigir. De la misma opinión eran Katherine Hepburn y Cary Grant. Y en los tiempos actuales, el extraordinario Morgan Freeman, que ha calificado la profesión del actor como la más fácil. Freeman desconfía de los intérpretes que traban con sus emociones, esa gran cursilería. «Siento pena por los actores que necesitan hacer eso. Yo no lo necesito. Todo consiste en hacer creer. Eso es todo, así que, para mí, es fácil».
Arturo Fernández y Luis Escobar, como Pepe Isbert y Paco Rabal, han sido, son y serán grandes por su naturalidad y la buena elección de sus papeles. Luis era una explosión genial de sí mismo, y sus grandes actuaciones no han sido filmadas ni grabadas. Llegó a un conocido restaurante de la calle de Alcalá. Se incorporaron para saludarle dos varones que comían en una mesa cercana. Uno de ellos, algo vetusto y blando, y el otro, más blando que el vetusto y jovencísimo. El hombre mayor se apresuró a las presentaciones. –Luis, te voy a presentar a mi sobrino–; –no hace falta que me lo presentes, querido, porque lo conozco. Fue mi sobrino la semana pasada–.
Aquellos grandes del cine español lo eran, entre otros motivos, porque además de grandes eran diferentes. Con todos mis respetos, nunca me convenció López Vázquez, histriónico y sobreactuado hasta la exageración, también en sus papeles llamados «serios». Tony Leblanc fue otro genio, rescatado al final de su vida por Santiago Segura, y marcó una época de nuestro cine, un cine que se hacía con dos duros y mucho talento.
Vuelvo al día de hoy. Todas las cadenas de televisión producen sus series. Los guionistas, sin excepción, forman parte del «cejismo», y no pueden dominar a sus fantasmas. Ellas, nuevas y diferentes, más naturales, sin impostar la voz ni exclamar «¡Oh!» con anterioridad al inicio de la frase. Nadie en la calle dice «¡oh!» pero algunos todavía no lo han aprendido. En un ensayo en el Eslava, con Luis Escobar de director, en la primera escena del primer cuadro del primer acto una conocida actriz deambulaba por un salón. En un momento, se detuvo, se apoyó en una mesa, y con expresión de angustia dijo: «¡Oh!». Luis Escobar se limitó a hacerle una pregunta. –Querida, ¿Por qué dices «¡Oh!» si todavía no ha dado tiempo a que pase nada?–.
Orson Welles afirmaba que para ser un buen actor es imprescindible carecer de toda pretensión intelectual. «El que la tiene, se cree más que un actor, cuando un actor para ser grande se tiene que limitar a decir lo que ha escrito otro como se lo ordena el director». Albert Boadella está en esa línea. «Un actor, no puede tener imaginación». Aquí en España, se autoproclaman la «Cultura».
Está bien que se lo crean. Pero les recomendaría que intentaran ser diferentes y no individuos clonados. La misma voz, la misma barba, el mismo aspecto. Y por mí, he terminado, aunque mis nietos no se han comprometido a contarme cómo termina lo de Puente Viejo y la malvada doña Francisca. «–Esas cosas tan aburridas no se pueden prometer, abuelo».
De vuelta a Madrid.
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