Ángela Vallvey
Joven
La pregunta «¿por qué los soldados que van a la guerra, casi siempre a morir, son tan jóvenes?» tiene una respuesta de apabullante lógica: porque si mandamos a un hombre adulto, verbigracia de cuarenta años, hacia una muerte segura, nos mandará al diablo. Sólo la ignara juventud se atreve a matarse por una causa que ni siquiera es personal. Los jóvenes sienten una gran fascinación por la violencia, son presa fácil del ardor guerrero, del culto a la sanguinaria exterminación de un adversario que, la mayoría de las veces, sólo es una construcción imaginaria, persuasiva e interesada de terceros.
Las sociedades avanzadas han desplegado un enorme esfuerzo histórico por el control de la violencia. Robert Muchembled cuenta cómo en la Francia previa a 1789 había muchísimos movimientos violentos: el 39% dirigidos contra el fisco, el 20% debidos a conflictos con las autoridades y el aparato del Estado, y el 18% a causa de problemas alimentarios. Una brutalidad a menudo juvenil que, por lo general, tenía por objeto a los representantes del Estado. El siglo XVII fue muy virulento en toda Europa. La miseria, las malas condiciones de vida y el aumento de las exigencias fiscales por parte del Estado propiciaron la Revolución Francesa. Desde entonces hasta los desastres bélicos del siglo XX, Europa ha logrado materializar un extraordinario milagro de pacificación social. Sin embargo, hasta hoy mismo, los jóvenes siguen siendo material sensible a la violencia. Son jóvenes, entre la veintena y la treintena, quienes suelen dejarse cautivar por el poder de la fuerza encarnizada y engrosar las filas de movimientos terroristas. Ocurrió en España con los asesinos de ETA, cuyos dirigentes –siempre mayores, nunca en primera fila– lograron embaucar a cientos de jóvenes, captándolos para el crimen en serie, bajo la excusa de que iban a «liberar al País Vasco». Un adulto se hubiese preguntado: «¿liberarlo... de qué?», ¿de qué se tenía que liberar a una de las regiones más opulentas y privilegiadas de Europa...? Pero un joven no necesita preguntas porque cree tener todas las respuestas. Muchos etarras entraron en la cárcel con veinte años, y están saliendo –algunos dicen que arrepentidos– ahora, treinta años después. La madurez, sumada al largo encierro, les ha calmado las ansias de sangre. Posiblemente algo parecido ocurrirá con los terroristas del ISIS dentro de treinta años.
Mientras, tendremos que honrar y enterrar a los muertos que vayan dejando tras su espantoso aprendizaje de la vida y la muerte.
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