Caso Manos Limpias
La acción popular
La detención de los responsables del sindicato Manos Limpias y de la Asociación de Usuarios de Servicios Bancarios (Ausbanc) ha suscitado algunas cuestiones sobre la regulación y el alcance con el que se está utilizando la denominada «acción popular» en nuestro país. La acción popular está prevista hoy en el artículo 125 de la Constitución, que señala que «los ciudadanos podrán ejercer la acción popular» de conformidad con lo que establezca la ley.
Esta figura, de origen británico, fue creada para democratizar la justicia, y se introdujo en España por la Constitución de Cádiz de 1812 para delitos de «soborno y prevaricación de jueces y magistrados». Posteriormente se contemplaba en la de 1869 en su artículo 98 y en la de 1931 en su artículo 29, en este caso para supuestos de «detención y prisión ilegal». El objetivo perseguido era dar un cauce a los ciudadanos para defenderse frente a quienes hacen mal uso de la administración de la justicia, evitando también que esta iniciativa quedara tan solo en manos del fiscal.
Sin embargo, la acción popular recogida en la Constitución de 1978 se contempla de manera genérica, estableciendo el desarrollo legislativo posterior que la misma legitima a cualquiera que invoque el quebrantamiento de la Ley sin necesidad de justificar que ha recibido un daño por parte del denunciado, limitándose a supuestos muy singulares su exclusión. Este alcance tan general e indefinido para actuar frente a todo tipo de delitos en defensa de la legalidad y del interés público general ha derivado, en muchos casos, en un instrumento al servicio de estrategias que no persiguen esa defensa de la Ley y/o del interés general, sino de intereses particulares o torticeros frente a terceros, y en un mecanismo de extorsión muy alejado del fin para el que se concibió.
Los casos ahora conocidos de ambas organizaciones son un ejemplo del mal uso que se hace de manera reiterada de esta figura por parte de estas organizaciones, ocasionando en muchos casos graves daños a la honorabilidad de las personas y de las instituciones dada la acogida que tienen en los tribunales y la difusión mediática que han logrado conseguir con estas actuaciones, sin que la demostración posterior del mal uso de la misma o de su improcedencia permita después restituirles el honor, y/o subsanar los perjuicios económicos generados.
Desgraciadamente la instrumentalización de esta figura se suma a la que cada vez con mayor frecuencia se hace de los tribunales, utilizándolos como arma de lucha y desgaste político y/o personal, y a la que en muchas ocasiones se prestan por afán de notoriedad pública o por la propia presión mediática, ávida de noticias cuanto más escandalosas mejor, aunque no sean del todo rigurosas ni estén acreditadas o contrastadas. Esta práctica genera una percepción muy negativa en la opinión pública de lo que pasa en nuestra sociedad, así como del carácter partidista de la justicia y de su ineficacia para juzgar con prontitud, garantías y objetividad los casos que realmente deben ser motivo de ello.
La falta de una regulación precisa del ejercicio de la acción popular y de las causas en que puede utilizarse para conseguir el fin pretendido ha hecho que se hayan producido fallos judiciales que han tratado de acotar su alcance, que sin embargo han sido presentados públicamente como resoluciones a la medida de la persona o la institución denunciada, como ocurrió con la llamada «doctrina Botín» según la cual, si el fiscal y la víctima no acusan no cabe seguir el proceso y abrir juicio oral aunque lo pretenda la acusación popular. Criterio matizado con posterioridad en el «caso Atucha» y ahora, de nuevo, en el «caso Noos».
En todo caso parece evidente que es preciso regular el alcance, los requisitos y los supuestos en los que la acción popular debe desplegar su eficacia, como así lo hicieron las primeras constituciones que en España recogieron esta figura, para evitar el uso torticero que con carácter general se hace de la misma. Como también lo es establecer las penas a imponer a los que utilizan la misma con fin espurio, como aquí parece que ha ocurrido.
Ya en 1929 Alcalá Zamora señalaba que esta figura es injusta, porque desequilibra el proceso en perjuicio del acusado, y peligrosa, porque se presta a ser el arma de las pasiones exaltadas.
Sin duda alguna estos dos casos constituyen un ejemplo claro de los riesgos que el mal uso de esta figura presenta y ponen de manifiesto la necesidad de regularla para ajustarla a los fines para los cuales se concibió, que van más dirigidos a una defensa de los ciudadanos frente a la inacción o la mala actuación de los que administran la justicia y el orden público, que a permitir un instrumento de extorsión o de instrumentalización de la justicia en favor de unos intereses particulares o políticos. Cuanto antes se haga, más se garantizarán los derechos de los ciudadanos.
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