Pedro Narváez

La caída de los dioses

Varoufakis tuvo su momento de gloria. De haber sido Andy Warhol se hubiera puesto peluca rubia, aunque la muchedumbre clama por su calva, tan masculina como la tocada de genitales a los jerifaltes de la Unión Europea para quienes no hay más macho alfa que Christine Lagarde. El dios de los desamparados, la Khalessi griega, sufre la ira de convertirse en el actor secundario Bob. El señorito que iba a destruir el imperio conocido ha sido desterrado a las catacumbas, escondido como la porcelana buena cuando vienen los niños. A Monedero no hace falta guardarlo porque ya juega él al ahora me ves. San Pablo Iglesias, pena no llamarse Pedro, reniega de su amigo en el juego de tronos de Europa. Allí resalta que él no cobró de Venezuela. Ni palabra de su número tres. Estos dioses de temporada avistan el crepúsculo cuando aún no ha amanecido. Ante la catástrofe griega, Podemos debate sobre la bandera de España, como si tuvieran que decidir sobre el trajecito que le ponen hoy al click de Famobil. Y Monedero se bate en retirada por culpa de la Prensa que es canalla antes de «Luna nueva». El que fuera hombre lobo, que se comería a los banqueros crudos, lleva flequillo como de Jesulín de Ubrique en «Torrente», transformado en el pagafantas del momento. Varoufakis al menos conserva su ático y su mujer, de la que se habla mucho en las tertulias sólo que a micrófono cerrado. Es la envidia. El ministro de finanzas lo tenía todo. Y no hay hombre que pueda perdonar eso. Ni siquiera él ha podido soportarse.