Restringido
La continuidad y el cambio
Padre e hijo se miran a los ojos, sentados ahí en la tribuna pública en vísperas del relevo. Los une mucho más que la sangre y el uniforme. Los une desde luego el amor a España. La escena ocurre en El Escorial, un buen símbolo de la historia común, con sus luces y sus sombras. El padre parece decirle sin palabras: «Ha llegado tu hora, no me falles; es mucho lo que se juegan España y la Corona. ¿Estás seguro de lo que vas a hacer?». El hijo le sonríe cariñosamente. Sabe lo que el viejo Rey está sufriendo por dentro, por mucho que lo disimule. La jubilación de un Rey no es una jubilación cualquiera. Y menos en su caso. Toda la razón de ser de su vida se le derrumba. Haciendo de tripas corazón, le entrega a él la herencia más preciosa. El hijo conoce bien su soledad, alejado de la familia desde la primera infancia. Se lo ha contado él cien veces. Ha observado muchas veces la tristeza característica de su mirada envuelta en su jovialidad. Sabe que éste es un trance duro para él, aunque no deje de ser también una liberación. «Tranquilo, papá» –parece decirle–, no te fallaré a ti ni a los españoles; he aprendido bien la lección. Confía en mí». El tránsito en la línea dinástica de una generación a la siguiente garantiza la continuidad de la institución y la estabilidad democrática. Esta vez se hace de manera más apacible, mucho menos traumática, como salta a la vista, que la anterior, cuando Don Juan contempló desde lejos, con una mezcla de orgullo y amargura, la coronación de su hijo, que le dejaba a él, después de tanto luchar, fuera del reparto, y, por si acaso, no quiso renunciar a sus derechos dinásticos hasta un año y medio después, cuando comprobó que se convocaban elecciones libres. Entonces la herencia que recibió el joven Monarca fue un régimen autoritario, que él tenía que desmontar, y lo hizo. Sólo él podía hacerlo en aquellas circunstancias. Ni siquiera su padre. La herencia que transmite ahora el Rey Juan Carlos a su sucesor es el mayor periodo de libertad y progreso de toda la historia de España. Pero no hay que confiarse. Los tiempos cambian aceleradamente. Con la abdicación vuelven a la calle las banderas de un pasado poco recomendable y las viejas consignas republicanas. A Don Felipe, con su ejemplaridad, le corresponde recuperar la brillantez de la Corona, desgastada por el uso, y ayudar a dar un nuevo impulso a la Justicia y a la convivencia democrática de todos los españoles, con las reformas que hagan falta, sin abandonar los cauces constitucionales. Debido a su fuerte carga simbólica, la Monarquía parlamentaria, como demuestran los países más avanzados de Europa y como se ha comprobado en España en estos casi cuarenta años, es la mejor garantía de unidad, paz y estabilidad. Es natural que en esta hora histórica del relevo toda la nación esté expectante. El nuevo Rey, que representa la continuidad y el cambio, no puede defraudar a su padre ni al pueblo.
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