José Luis Requero
La corrupción y la olla
La pasada semana escribía que ante la hipótesis de una reforma constitucional y ante la dificultad –o imposibilidad– de lograr un consenso semejante al de 1978, lo mejor sería empezar esa tarea con medidas decididas y sinceras de regeneración y me centraba en la corrupción. Concluía el artículo alertando de los riesgos de ir a reformas lampedusianas, es decir, aparentes, cambios de fachada para que todo siga igual.
En los últimos meses –y sin ir más lejos, la semana pasada– hemos asistido a dos episodios que, lejos de llevarnos a la idea de que hay voluntad de emprender reformas reales para luchar contra la corrupción, confirman ese estado de opinión, esa percepción ciudadana cada vez más extendida de que el poder político quiere protegerse frente a las investigaciones judiciales. Me refiero a la reforma procesal penal y a la dimisión del fiscal general del Estado.
La reforma procesal plantea la duda de si lo que se busca es una mayor eficacia judicial o una reforma que, por un lado, desactive el tratamiento periodístico de esos casos y, por otro, haga que la investigación sea ineficaz. Así, que se quiera sustituir el término «imputado» por otro periodísticamente más llevadero –quizás ridículo– hace pensar que sus inspiradores no son juristas, sino prestidigitadores de la opinión pública que piensan en titulares de prensa. El caso es que, cuando un juez cite a un sospechoso, no se hable de imputado, aunque acabe en el banquillo. Desde esa lógica con el tiempo llegaremos a no llamar condenado a quien está en la cárcel, sino, quizá, persona de libertad reducida.
Más grave es la idea de acortar el tiempo de la investigación penal, algo a lo que ya me he referido en estas páginas. La realidad es que los casos de corrupción son complejos. Caracterizados por entramados financieros, artimañas contables, sociedades y personas interpuestas, dineros en paraísos fiscales, etc., son casos que no se ventilan en pocos meses, un asunto lleva a otro y éste a otro y son dirigidos por jueces que, además, tienen que ocuparse de otros numerosos asuntos, con pocos medios y muy de la mano de la Policía.
La pregunta es qué se pretende con la reducción del tiempo de investigación, aun con plazos prorrogables, porque, además, esa ampliación sería a instancia del fiscal, no la acordaría el juez por sí. Aunque peque de simplismo me pregunto si vamos a una reforma procesal dentro de una política de sincera y eficaz lucha contra la corrupción o a una pensada para desactivar la investigación y suavizar su tratamiento mediático.
El segundo caso ha sido la dimisión del fiscal general del Estado. Al margen de la cláusula de estilo de que obedeció a «razones personales», me quedo con un hecho sin precedentes protagonizado por un fiscal apreciado y prestigioso, de quien no cabe sospechar frivolidades ni decisiones caprichosas. Por mucho que se desmienta, la percepción de que chocó con el poder político es la que perdura. Quien le sucede es también una persona apreciada, prestigiosa, y asume la difícil empresa de convencer de que una Fiscalía dependiente del Gobierno puede ser independiente, que no es la cuadratura del círculo.
Hemos llegado a un extremo en el que, sin exagerar, cabe decir que cada partido, cada sindicato tiene su propio escándalo o escándalos, una marea negra que llegó hasta personas del ámbito de la Jefatura del Estado. Por eso, ante una opinión pública cada vez más airada no vale la ocultación y de poco sirve, pongo por caso, publicar los sueldos de los altos cargos si en lugar de exigir responsabilidades lo que se intuye es una política de blindajes. Esto es una olla que estallará si ante la corrupción la solución es silenciarla.
La legislatura se va sin reforma judicial y los radicales llaman a las puertas. Ahí están las encuestas y sus apoyos no vienen precisamente de los desheredados, sino también de una machacada clase media urbana y profesional. Ante este panorama sería un error fatal identificar el sistema político y su supervivencia con los intereses de partidos o sindicatos mayoritarios, entender que el ecosistema democrático pasa no por el sistema de partidos o sindicatos, sino por el que ellos han forjado a conveniencia.
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