Cristina López Schlichting

La cruz pequeñita

Buenos son amores y no buenas razones. Los contribuyentes, cada vez más empobrecidos, más breados a impuestos, con más parientes en paro, no se han escondido tras discursos solidarios sino que han marcado la crucecita de la esperanza, han vaciado el bolsillo. Y lo mismo la Iglesia. A Dios rogando y con el mazo dando. La gente premia con su confianza a los que estiran un céntimo de euro hasta convertirlo en diez, a los curas que ganan 900 euros, a la monjas que se mantienen con lo mínimo y viven compartiendo todo. ¿Cómo es posible que crezca la aportación y el número de crucecitas, con la que está cayendo? Pues porque el español es generoso y listo, sabe dónde entregar su dinero de forma que ayude. Estos resultados tienen que ver con la ímproba labor de Cáritas o el desvelo de los 15.000 misioneros españoles en el mundo entero, es verdad, porque todo eso crea una imagen. Pero además, el contribuyente sabe que hay cosas que no se pueden medir. Como los valores que se enseñan en la catequesis, el consuelo a los moribundos y enfermos, la misteriosa caricia de una absolución o un abrazo al hombre y la mujer agobiados que llegan a una iglesia con una pena y salen con paz. La Iglesia administra un caudal intangible que muchas personas, al margen de discursos ideológicos, reconocen. Esa fuerza de Alguien que todos anhelamos y que dijo hace miles de años: «Lo que hagáis a uno de estos pequeños, a mí me lo hacéis». Es ese tesoro, envuelto en mil debilidades humanas, el que el padre y la madre que administran su casa valoran a la hora de tributar. Con la cruz parecen reproducir esa Cruz grande que nos ayuda a sobrellevar las penas y dar gracias por las alegrías.