España
La editorial Complutense cierra
Y con ella la librería. Eso me dice un editor amigo. Por si acaso, busco en Internet, nuestro moderno Oráculo de Delfos. E internet lo confirma. Ni una esquela, ni un comentario he visto u oído. Sirva de sustituto lo que sigue. Dice internet que se inauguró en el 97: hasta el 2013 van 16 años de vida. ¿Qué será de los libros y revistas científicas que allí se publicaban? Murió en plena adolescencia, ya se ve, intentaba emular lo que se hacía en otros países. El personal, a la calle, dice internet. Sin embargo, mis datos no coinciden, yo publiqué allí, entre el 79 y el 87, los tres volúmenes de mi Historia de la Fábula Greco-Latina, lo más amplio que existe sobre el tema. Tendría la editorial, desde el 79, al cerrarse, 34 años de vida, no está mal. Pues se acabó.
No acuso a nadie, será el mundo, la crisis, la tecnología, qué se yo. Nunca cobré un duro, la verdad, ni sé si se difundió mi libro. Pero lo publiqué a poco en inglés, en Brill de Leiden, entre 1999 y 2003, se difundió al menos. Pero no escribo para dar noticia de un duelo personal. Es un duelo por el libro español el que aquí hago. Y por el libro en general. Por el libro científico, el libro serio, el libro de enseñanza, por lo menos. No es sólo un problema español.
A mí me regalaban varias revistas extranjeras, después me enviaron un aviso: «Puede ver la continuación en internet». Las tenía en mis estantes, las miraba, las acariciaba, hasta las leía a veces. Ahora nada. Y las españolas –yo dirijo una, escribo en varias– viven entre amenazas: que si continúan, que si hasta cuándo... Maldita economía. Y dicen que el Diccionario de la Academia lo consultan (leer es otra cosa) mayoritariamente en el ordenador. Que si ésta es la última edición en papel. Lo ignoro. Y no voy a dictaminar aquí sobre un asunto complicado, hay circunstancias y circunstancias. Pero cambiar un amigo al cual se palpa, es casi un cómplice, por algo que tiembla en una pantalla, hay que apretar botones para buscar su compañía por un rato, luego se desvanece, es, crean, duro. ¿Y qué me cuentan de los autores, de los editores, de los libreros? Somos simplemente robados. Aunque no escribimos por dinero, éste al menos un símbolo. Dicen que algo, poco, se ha hecho por los músicos. ¿Por qué no, también, por nosotros? Y luego está el niño. Le dicen que haga un ejercicio sobre... Da igual el tema. No tiene ni idea. Pero toca botones, busca aquí y allá, suma, resta, mezcla, algo sale. ¿No sería mejor que antes, como hasta ahora, aprendiera algo, un núcleo central? El saber, la memoria son importantes. Cabezas vacías no elucubran nada.
¿Por qué esa enemiga al conocimiento de esos nuevos teóricos de la enseñanza? De donde nada hay no sale nada. Ni siquiera con un ordenador. Otra cosa es que busquemos ayuda. El libro y el maestro estaban para esto. El ordenador es una ayuda más. Yo guardo en él montañas de cosas, un verdadero caos en el que normalmente yo mismo me pierdo. Afortunadamente tengo quien me ayude.
Voy a contar una anécdota. Me repito, claro, no descubro en cada momento un mundo nuevo. Hay cosas que, repetidas o no, siguen valiendo. Me refiero a la anécdota de la frustrada visita que quisimos hacer al ministro Villar, allá en el 69, un grupo de estudiosos de las Humanidades: Pedro Laín, Antonio Tovar, Antonio Fontán, Luis Gil, yo mismo. Porque creemos que tenemos todavía cierta utilidad. Queríamos, ilusos, desengañar al ministro de aquel engendro que redujo el Bachillerato de siete a dos años, suprimió casi todos los exámenes, fue un hachazo para las Humanidades y las Ciencias. No nos recibió, nos envió a un director general. Mis colegas se negaron, se sentían humillados. Yo fui, prefería hablar, me hice acompañar de dos profesoras jóvenes, más próximas sin duda al ambiente progre aquel. Aunque dio igual. Hube de escuchar un «speech» preparado para Laín: mucho Piaget, mucha Pedagogía. Mucho olvido del conocimiento.
Yo le dije sólo: ¿y qué aprenderán los alumnos? Me contestó: lo que les ofrecen la televisión y las enciclopedias (internet no se había inventado todavía). Ése es el choque: los profesores queremos enseñar, y enseñar con los libros. Y hacer que aprendan los alumnos, antes que nada. El conocimiento, tan despreciado hoy, es lo primero. El libro y el profesor son sus primeros portadores. Lo demás es secundario, ayuda ocasional. La famosa reforma aquella fue el comienzo de la decadencia cultural de España, nadie la ha reformado todavía. Fue la «arkhé kakón», el comienzo de las desgracias, que decían los griegos.
Pero me he ido del tema, a ratos, temo. Nada deja de tener utilidad, nada es despreciable. Pero, sin desdeñar los nuevos inventos, también tienen su hueco, salvemos el libro y todo lo que gira en torno suyo. El título de este artículo no es sino una llamada de atención, un ejemplo preocupante.
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